Escuchamos con frecuencia expresiones como ‘país de m…’, ‘porque en Europa…’, ‘en otros países es diferente’. Quienes hemos tenido la oportunidad de cruzar el charco vemos con sorpresa y admiración cómo en varios de esos países el civismo es notorio, las reglas de tránsito funcionan, el peatón y el ciclista van tranquilos, la arquitectura de la ciudad acoge adecuadamente a discapacitados, la policía es una autoridad respetada, en televisión se cumple el horario de protección al menor, casi nadie raja de los demás y los ciudadanos no temen perder su libertad por decir lo que piensan.
La desaprobación de la ley de unión civil, la destrucción de los murales del centro de Lima o la acusación a una obra de teatro de ser apología al terrorismo –con la pretensión de censurarla–, nos recuerdan y evidencian cuán difícil nos es vivir en armonía respetando y haciendo respetar los derechos y libertades tanto de las mayorías como de las minorías. Y hace que nos parezca un sueño lograr que personas diferentes podamos tener una sana convivencia, donde se trate a todos por igual, sin represión, sin intromisión y con respeto. Pero al ver cuánto nos falta y a cuánto atropello estamos expuestos –y lamentablemente acostumbrados–, nos frustramos, nos indignamos y pensamos que tal vez sea imposible.
Prohibir la unión de dos personas que se quieren, cubrir de pintura una obra de arte mural que integra y alegra el paso de los transeúntes o acusar de terrorismo a «La Cautiva», es negar la realidad de los demás. Y eso es un problema serio y una agresión a todos nosotros. A todos. También a los que se sienten ajenos a estos temas o incluso a los que están a favor de estas medidas. ¿Por qué? Porque el simple hecho de que las autoridades decidan según sus prejuicios e intereses daña la libertad del país que queremos.
Imagina que te importan poco las luchas por las causas aquí mencionadas. Tú solo escuchas música, lees los libros o revistas que te da la gana y viajas cuando te provoca. ¿Qué pasa si un buen día las autoridades deciden que se debe censurar y restringir la música a la que tienes acceso, o si un día te multan en la calle por emitir una opinión contraria a la ‘permitida’, o deciden que ya no puedas viajar a determinados lugares, porque se considera que atentan contra la moral y las buenas costumbres?
Todavía nos cuesta mucho ponernos en los zapatos de los otros y nos es difícil darnos cuenta de que un día podríamos ser nosotros. Nos cuesta entender que la justicia no es justicia si no es igual para todos. Y nos cuesta tomar conciencia de que avalando este tipo de comportamientos, para colmo, perjudicamos a seres queridos. ¿A quiénes? A esos parientes tuyos que aún no admiten su homosexualidad; a tus amigos que han encontrado en la pintura o en la actuación una forma de expresión que los llena y les hace bien; y a tus hijos, que aprenden que para ser aceptados deben comunicar lo que los demás quieren oír, no lo que realmente piensan. Y eso no le hace bien a nadie.
Se destruyeron murales. Se postergó la ley de la unión civil. Se intentó amedrentar a la gente de teatro. Aparecieron la rabia, la desesperanza, la decepción por el Perú. En algunos, el deseo de dejarlo todo y emigrar. Pareciera que los lograron callar.
Pero no. Los murales volverán, tarde o temprano. En los teatros seguirán contándose historias, y llegará el día en que las parejas homosexuales y heterosexuales compartirán los mismos derechos. Son épocas difíciles, pero con paciencia y perseverancia tendremos una comunidad más justa, tolerante y respetuosa. Porque el amor y el arte son plantas que crecen en cualquier maceta. Y florecerán también en nuestra tierra.