Al sur de Lima, en medio de una carretera flanqueada por dunas estériles e infinitos llanos pedregosos, un auto se detiene abruptamente. De su interior, un hombre desciende con ligereza, sosteniendo en la mano una hoja de papel y un lápiz de carbón. En silencio, contempla el paisaje desértico que se extiende bajo un pesado cielo color gris, mientras la punta del lápiz va marcando trazos suaves y ondulantes. Al cabo de unos minutos, observa satisfecho el papel y monta de nuevo al auto, imaginando el cuadro que nacerá a partir de aquel boceto.
Después de más de 30 años de intenso trabajo en París, Nueva York y Londres como ilustrador en las revistas de moda más importantes del momento, como Vogue, Vanity Fair y Harper’s Bazaar, Reynaldo Luza (1893-1978) regresó definitivamente al Perú para dedicarse de lleno —aunque no exclusivamente— a la actividad que “contentaba su espíritu”: la pintura. Aquí se reencontraría, además, con el paisaje costero, un elemento con el que estaba familiarizado desde la infancia, y que ahora se convertiría en una fuente de inagotable inspiración para esta nueva etapa de actividad creativa. “Son paisajes de un Perú fantasma, original y magnífico, y visiones de los arenales de la costa de singular y misteriosa belleza”, diría el artista años más tarde, en una exposición de 1973, titulada Formas originales del paisaje del Perú.
Atrás habían quedado las fiestas de gala celebradas en lujosos salones y hoteles, los desfiles organizados por las principales casas de moda donde siempre tenía reservado un asiento preferencial, y las elegantes cenas en restaurantes parisinos que compartía con talentosos colegas, diseñadores y, sobre todo, con amigos entrañables. Pero aquellos años de aprendizaje y de estimulante contacto con las vanguardias europeas de entreguerras continuarían ejerciendo una enorme influencia en su trabajo.
Elsa Schiaparelli, Coco Chanel, Hattie Carnegie, Cristóbal Balenciaga, Salvador Dalí, Carl Erickson, Max Ernst, Man Ray y Lucien Lelong fueron solo algunos de los ilustres que formaron parte su círculo social y profesional entre las décadas de 1920 y 1940. Como él mismo escribió en sus memorias —publicadas en el 2015 por el grupo editorial Cosas, bajo el título Reynaldo Luza. Memorias e ilustraciones—, con ellos no solo aprendería sobre alta costura e ilustración publicitaria, sino también sobre fotografía, pintura y diseño, disciplinas que eventualmente cultivaría con maestría pese a carecer de una educación formal en artes plásticas y visuales.
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Desde muy joven, Reynaldo Luza se había sentido fascinado por el arte gráfico. Aunque había demostrado un precoz talento para el dibujo —en 1909, con apenas 16 años, ganó un concurso de caricatura organizado por el semanario Variedades—, su familia decidió que debía seguir una carrera “seria”. Fue así que en abril de 1911 viajó a Bélgica para estudiar en la Facultad de Ingeniería y Arquitectura de la Universidad Católica de Lovaina. Y, aunque debido al estallido de la Gran Guerra —que lo obligó a regresar a Lima en 1914— no pudo terminar sus estudios, aquel viaje iniciático marcaría el comienzo de su prolífica carrera artística. Durante los tres años que permaneció en Europa, Luza se empapó de las nuevas corrientes estéticas que surgieron hacia el final de la Belle Époque. Junto a los libros de arquitectura, sus estantes comenzaron a llenarse con una creciente colección de revistas humorísticas y de modas bellamente ilustradas, que conservaría hasta el último de sus días.
Luego de un período de cuatro años en Lima, durante los cuales continuó dibujando y llegó a colaborar con diferentes medios locales, como las revistas Lulú, Cultura, Rigoletto, Monos y Monadas; e ilustró el poemario Las voces múltiples del grupo Colónida, un círculo del cual fue allegado, decidió partir una vez más. Inspirado por el diseño y los contenidos novedosos de Vogue, Luza se embarcó hacia Nueva York a principios de 1918, en plena Guerra Mundial, con los submarinos alemanes acechantes en las profundidades. Afortunadamente, a los pocos meses de esta temeraria travesía, consiguió la oportunidad de trabajar para aquella revista que creía inalcanzable y ya para 1921 firmaba la primera de sus numerosas portadas. Al cabo de un año, sin embargo, Luza cambiaría las elegantes oficinas de Vogue por las de Harper’s Bazaar, ubicadas en Nueva York, París y Londres, en las que trabajaría durante 29 años como director artístico, gracias a su exquisito gusto y a la legendaria calidad de sus dibujos de líneas fluidas y figuras altamente estilizadas provenientes del art déco.
A lo largo de todos esos años de vida cosmopolita, Reynaldo Luza fue desarrollando sus múltiples inquietudes estéticas. Desde fines de la década del veinte, cuando la fotografía comenzaba a ganar terreno en la industria de la moda, el artista empezaría a llevar siempre consigo su cámara Rolleiflex. De esa época datan también los retratos que hizo de las mujeres de la alta sociedad, y que continuaría pintando a lo largo de su vida. Pero, en paralelo a todo ese despliegue artístico, Luza iría experimentando también una profunda añoranza por su país.
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En la década de 1950, cuando regresó por fin al Perú, Luza inició una etapa en la que buscaría vincular su trabajo con la cultura peruana. Así, emprendió un viaje por el interior del país y una investigación sobre la vestimenta tradicional de las mujeres de los Andes, proyectos que quedaron registrados en sus innumerables fotografías documentales —recogidas en el segundo volumen publicado por Cosas, Reynaldo Luza. Fotografía inédita (2016)—. Asimismo, incursionaría en la decoración de interiores y en el diseño textil, este último, de marcada influencia precolombina.
Sin embargo, fue en la pintura, específicamente en las piezas correspondientes a sus series del paisaje costeño, en la que Luza consigue conectar con aquella sensibilidad y brindar sus mayores aportes a la pintura peruana. Estos cuadros no solo representan “una propuesta fresca frente al indigenismo dominante de entonces”, como señala Carlos García Montero Luza, sobrino del artista, sino que, además, le otorgaron valor plástico a un escenario hasta entonces ignorado por los demás artistas locales —apunta el crítico Luis Eduardo Wuffarden en un agudo ensayo recogido en el flamante Reynaldo Luza. Pintura y diseño, publicado por Cosas, con el patrocinio de BCP Banca Privada.
Y, aunque a lo largo de los años Luza fue depurando la estética de sus paisajes —que al principio podía identificarse con una especie de neoindigenismo, pero que con el tiempo evolucionó hacia una atmósfera onírica y abstracta de inspiración surrealista—, hay un elemento que vemos reaparecer invariablemente a lo largo de toda su producción paisajista, y consiste en un “trasfondo de profunda introspección y añoranza, dos notas distintivas de su madurez artística. En la soledad abismal de la geografía peruana, el pintor había hallado un pretexto para reflexionar sobre su intensa e intransferible experiencia vital, pero también para aproximarse a las repercusiones subconscientes de aquella”, sigue Wuffarden. Y es que, como Luza mismo anotó en el dosier de la muestra Expresiones de la costa (1955), “a mí me emocionan, por ejemplo, los arenales de la costa peruana como ningún otro paisaje de la tierra, por más esplendoroso que sea, porque ese mundo está confundido con mi alma”.