Mi madre y la tecnología nunca tuvieron una relación, digamos, llevadera. No recuerdo haberla visto jamás sentada frente al teclado de la pesada Compaq Presario donde aprendimos los inútiles comandos D.O.S.; y sí la recuerdo más bien refunfuñando cada vez que jugábamos al Simon, por la velocidad con que se alternaban los cuatro colores en el aparato.
Los dispositivos novedosos que iban llegando a la casa –en aquella época lenta que parecía iría a perpetuarse hasta la eternidad– no concitaban su interés. Era mi hermana la encargada de manejar los reproductores de audio o vídeo, así como las consolas de videojuegos, sin miedo de conectar cables pelados en los tornillos posteriores del televisor. Lo hacía con extraño interés, devorando los manuales con el mismo placer con que luego devoraba los cancioneros de Teleguía. Mi madre no. Ella siempre pareció arreglárselas bien alejada de los artefactos domésticos de penúltima generación.
Por eso –en nombre de aquellos recuerdos plácidos donde la veo solazándose con pasatiempos tan artesanales como el riego del jardín, la lectura de revistas de decoración o la preparación de recetas escritas a mano en cuadernos escolares– me pregunto y les pregunto de paso a mis hermanos, sobrinos y demás parientes: ¿quién de ustedes le enseñó a usar el WhatsApp?
Quien haya sido, en realidad, no es culpable de nada. Seguramente le explicaron a mi madre las instrucciones sin prever lo que sucedería, seguros de que ella –como ya había ocurrido antes con el correo electrónico, por ejemplo, que aun hoy deja atiborrado de miles de mensajes y promociones comerciales– simplemente confirmaría su tradicional impericia en estos menesteres.
Pero no. Por algún misterio que no viene al caso descifrar ahora mi madre ha resultado ser una usuaria muy competente de la mencionada aplicación y ya lleva unos tres años dándonos diarias muestras de que la modernidad, después de todo, no le resultaba tan ajena.
Como toda hija de esa generación que aprendió a comunicarse vía correo postal, al inicio le costó familiarizarse con la herramienta digital y, claro, se equivocaba continuamente de destinatario, o aparecía en modo ‘escribiendo’ pero no conseguía publicar nada, o grababa por error audios de hasta cuatro minutos donde podían escucharse, a lo lejos, unas conversaciones ininteligibles. Pero eso se acabó. Ahora mantiene correspondencias cotidianas e instantáneas con un gran número de contactos, crea grupos, intercambia links, envía videos de humor y cada semana, coqueta, actualiza su foto de perfil.
La tónica de sus mensajes conmigo sigue siendo la misma de toda la vida –“cuídate”, “abrígate”, “no tomes”, “por qué ya no me escribes”, “anoche soñé contigo”, “deja de mencionarme en tus columnas”–, solo que ahora los textos llegan invariablemente acompañados de toda clase de emoticones, algunos que ni siquiera sabía que existían.
Todo esto que parece un reproche es, en realidad, una celebración de la influencia de la tecnología en la nueva vida de mi madre. Es cierto que extraño sus cartas, y desde luego las largas, bien rociadas, conversaciones que mantenemos cuando estamos solos, pero viviendo en otro continente es un alivio saber que puedo tenerla, gracias al WhatsApp, literalmente al alcance de la mano.
Aunque últimamente ya se ha agrandado y hasta se hace de rogar. Hace más de dos horas le puse un cariñoso mensaje preguntándole dónde pasará mañana el Día de la Madre y no ha tenido la delicadeza de responderme. Por el doble check azul, sé que me ha leído; y por la hora de actividad indicada, sé que ha sostenido una o más conversaciones posteriores con alguien más. Pero no me enojo. Después de todo, qué es una madre sino eso: la única mujer que te ama mientras te ignora.
Esta columna fue publicada el 13 de mayo del 2017 en la revista Somos.