Como la mayoría de los comentarios del mensaje del presidente Ollanta Humala han destacado sus vacíos o lo que consideran sus aspectos negativos, yo quiero reparar en uno de sus aciertos: el reconocimiento, al inicio y al final del mensaje, de que vivimos en un país fragmentado. Creo que este reconocimiento, esquivado históricamente por la clase política, es el punto de partida de cualquier programa de futuro.
Personalmente considero que, más que fragmentado, el Perú es un país facetado, con muchas aristas, que asemeja a un poliedro. Así las oposiciones típicas de toda sociedad latinoamericana: capital/provincias, costa/sierra, campo/ciudad, ricos/pobres, formales/informales, incluidos/marginales, etc., se superponen y refuerzan creando verdaderos abismos de desigualdad y complejidad.
Esta profunda desintegración nacional se expresa en la desarticulación física, económica, social, política y cultural del país, cuya superación es el mayor objetivo que cualquier gobierno tiene que proponerse.
En integración física, el país tiene, por lo menos, tres grandes exigencias para unir el territorio: construir un tren rápido que recorra la costa, culminar la carretera Longitudinal de la Sierra y continuar la carretera Marginal de la Selva. Si esta última vía no se hubiera detenido en la región central y se hubiese extendido hacia el sur, como era su trazo original, hoy el VRAE no sería un territorio absolutamente desconectado del resto del país y una “zona liberada” por el narcotráfico y los rezagos terroristas. La construcción de la carretera Longitudinal de la Sierra, en cambio, es una obra estratégica, de importancia continental, y de reivindicación y potenciación de la región andina, mérito del actual gobierno y que seguramente será su obra más recordada.
En integración económica, el problema es la existencia de dos Perú: uno que paga impuestos y otro que no sabe lo que eso significa; lo terrible es que el segundo país abarca a casi el 70% de la población. En materia laboral, también hay dos países: uno minoritario que tiene trabajo estable y otro gigantesco que carece de él y de un sueldo mínimo decente. Y en el espacio económico, el mapa resultante indica una débil industria concentrada en Lima y en enclaves extractivos o agroexportadores dispersos en las regiones frente a un enorme espacio de agricultura y ganadería desatendidas. Por eso, el reto no es solo el crecimiento por más sostenido que este sea, sino la simultánea formalización tributaria y laboral y la rearticulación productiva y espacial.
En integración social, el desafío es la continuidad de la distancia entre el “Perú oficial” y el “otro Perú”, que se ha ensanchado, aunque ese otro Perú, mestizo, fiel a su raigambre andina, emprendedor, emergente, sea el que constituye el sustento de una sociedad nacional en formación. A este proceso contribuye la descentralización que, más allá de errores de aplicación, ha significado el despertar de la provincia. Gracias a ello, el gran protagonista de la sociedad actual es una nueva “clase media”, urbana, creciente consumidora, que para cerrar la brecha demanda el cumplimiento de las responsabilidades básicas del Estado: seguridad, salud y educación.
En integración política, el reto es el déficit de ciudadanía. No solo hay falta de participación de la población, sino de fiscalización y control permanentes sobre la cosa pública. Gracias a ello, la clase política actúa con poca eficiencia y mucha impunidad, como una élite lejana de las mayorías. Distancia que ha permitido el asentamiento de los caudillismos, la generalización de la corrupción, la crisis de los partidos y el descrédito de las ideologías y, con ello, el deterioro total del sistema institucional.
En integración cultural, el desafío es que el Perú oficial se hace cada vez más cosmopolita y occidental, mientras que el otro Perú construye un perfil que, en palabras de José María Arguedas, se nutre de “todas las sangres”. Este divorcio deviene en un problema de identidad.
Bueno sería que los abismos mencionados pudiesen superarse con la simple “inclusión”, como si solo se tratara de hacer un poco más de sitio en el mercado, la política o la sociedad. La mejor prueba de ello es que hoy seguimos viendo todos los días y en todas partes el fenómeno que hace 30 años llamé “desborde popular” y que hoy sigue tan vigente como la necesidad de no solo una modernización, sino una transformación profunda del modelo económico y de una reforma radical del Estado.