Un padre cena con su familia en un restaurant. El mozo le pregunta “¿Boleta o factura?”. Le pide “una facturita”. Uno de los hijos le increpa: “Papá, ¿es correcto pedir factura para tus gastos personales?”. “Tienes razón hijo, hagamos lo correcto”. Y entonces pide una boleta. Con ese spot publicitario la SUNAT pretende hacernos sentir mal por no “colaborar” con su labor de esquilmarnos con impuestos.
El spot me genera indignación. La manera como el Estado usa sus facultades tributarias está muy lejos de “hacer lo correcto”. Fija, sin explicación, las tasas de los impuestos (el 18% de IGV está entre los más altos del mundo). Define como le provoca qué es gasto para efectos del impuesto a la renta. Presume la existencia de ingresos simplemente para reducirse su trabajo de fiscalización. Nos impone trámites absurdos o nos fuerza a organizar la contabilidad de las empresas de la forma como se le ocurre. Y, en el colmo del despropósito, nos obliga a cobrar a nuestros proveedores y clientes los impuestos que la SUNAT debe cobrar, sin compensarnos por lo que nos cuesta “darle una ayudadita”. Como dijo Albert Einstein, “lo más difícil de entender en este mundo es el impuesto sobre la renta”.
Y todo para descubrir que nuestros impuestos (esos que supuestamente es incorrecto no pagar) se usan para llenar los bolsillos de funcionarios corruptos en la ejecución de obras y contratos públicos a lo largo y ancho del país. Son usados para crear bandas criminales en las regiones que defienden el uso ilícito de los fondos públicos, asesinando a sus rivales políticos. Son gastados en construcción de monumentos a la papa, a la bolichera, al puma, a la familia del alcalde y hasta al árbitro en pueblos que no tienen agua ni desagüe.
Vemos congresistas desfilando por la comisión de ética, lo que significa que parte de nuestros impuestos son invertidos en conductas indebidas, mientras otra parte se gasta en aparatos burocráticos irracionales, que crean trámites costosos que reducen la inversión, el tiempo, el bienestar y el ánimo de los contribuyentes forzados a financiarlos.
Los servicios del Estado son paupérrimos. La seguridad pública es torpedeada por los propios policías que deben protegernos. Y en el Poder Judicial la justicia es lo más injusto imaginable.
Por eso indigna que se use un supuesto argumento moral (utilizando como vehículo la vergüenza que un hijo hace pasar a un padre) para justificar un cobro que en sí mismo no tiene una base moral a la luz de los hechos.
La frase “No taxation without representation” (“no hay impuesto sin representación”), acuñada en el siglo dieciocho, fue uno de los slogans que impulso la revolución independentista de las colonias norteamericanas contra la dominación británica. Y es que la base de los impuestos está en la legitimación de quien los cobra y los gasta.
Un impuesto no tiene base moral en la reprimenda de un hijo a su padre, sino en la eficacia del Estado para cobrarlo con justicia y usarlo en beneficio del bien común. La justicia de un impuesto no se define por su pago oportuno sino por su buen uso. Lamentablemente, como dice O’Rourke “Al Estado le interesa la gente de la misma forma que a las pulgas les interesan los perros.”
Lo cierto es que nadie se siente representado en las decisiones de cobro y gasto de nuestros impuestos. Ello conduce a un esquema en el que pagar impuestos nace de una obligación meramente legal: estoy forzado a hacerlo. No nos sentimos moralmente comprometidos con un Estado que no se comporta moralmente, pero que pretende usar argumentos morales para que lo alimentemos de recursos. En los impuestos vemos solo un daño, no un beneficio. Como dijo Will Rogers, “la diferencia entre la muerte y los impuestos es que la muerte no empeora cada vez que el Congreso se reúne.”