(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alexander Huerta-Mercado

Oficialmente ya no existe el músico inglés Cat Stevens. Cambió su nombre por Yusuf Islam y se convirtió a la religión musulmana, dejando de lado su vida de estrella. El último de los muchos éxitos que tuvo antes de comenzar su nuevo camino reza en una parte:

¿Recuerdas los días del viejo patio del colegio?
Nos reíamos tanto, cuando teníamos imaginación y teníamos todo,
Y necesitábamos amor.

En los últimos días, he estado escribiendo un artículo sobre la reforma educativa de los setentas y fue imposible no volver, mentalmente, al patio de mi colegio. Recordé que los tímidos, los callados, los activos, los líderes, los estudiosos, los relajados, niños y niñas, buscábamos de alguna u otra forma ser queridos, aceptados e integrados en ese universo de uniformes grises, de pelotazos y de bulla.

Mis recuerdos del patio escolar no son los mejores, pero recorrerlo –aunque sea en la imaginación– me hizo pensar en el pasado y en el presente que conecta a todos los niños que crecimos en distintas generaciones y compartimos lo que el antropólogo francés Pierre Bourdieu llamaba “las distintas formas de capital”.

Según Bordieu, es posible ascender socialmente a través de las formas de capital. Existe el capital económico (el dinero y todo aquello que nos generará rentas), el cultural (los conocimientos y títulos adquiridos a través de la educación que nos otorgan prestigio y acceso a oportunidades laborales) y el social (los contactos y las redes que podemos formar).

Junto a estos capitales, en cada espacio de nuestra vida en el que formamos grupos –desde la oficina hasta una fiesta– buscamos ser reconocidos y valorados. Para ello, tratamos de apropiarnos de capital simbólico; es decir, intentamos conseguir aquello considerado valioso (un capital simbólico que, por ejemplo, parece estar de moda en estos días es el emprendimiento). Aunque, claro está, cada sociedad –y más aun, cada pequeña parte de una sociedad– valora distintas cosas como capital simbólico.

Sea como sea, lo cierto es que la mayor parte de las personas busca ser valorada y reconocida en su mundo. Prueba de ello es la imperiosa y reciente necesidad de estar conectado a toda hora, incluso mientras caminamos por la calle.

Juguemos a recordar el patio de colegio y el salón de clases como diferentes microsociedades en donde usábamos distintas formas de capital, dependiendo de o que se valoraba en cada espacio. No tengan miedo de volver al colegio.

Me acuerdo que en el patio había un quiosco que comenzó siendo de metal y que tenía el logo de Inca Kola. Con los años, se transformaría en uno de cemento y ladrillo. La propina de los niños iba hacia la compra de refrescos, chocolates o galletas. Quienes tenían este capital económico, por un lado, tenían el prestigio y el peligro de ser acechados con el típico gorreo del tipo “convídame”. En el salón nuestros profesores nos insistían que el “dinero no hacía la felicidad”. Sin embargo, nuestra educación dependía del capital económico de los padres y esta misma educación nos ayudaría a estar listos para un mercado laboral que nos permitiese subsistir.

El capital cultural era en teoría lo que adquiríamos en el colegio, un tipo de conocimiento que permitiría una posición social. En el aula, destacaban los que acumulaban mayor capital cultural y podían estar tranquilos sin sacar promedios desesperados para saber “cuánto falta para aprobar” o sin temer no saber qué decir cuando se ejecutaba un examen oral. También en el patio nuestras distintas formas de conocimiento nos daban diferentes formas de poder. Los que en ese microuniverso eran buenos en fútbol gozaban de prestigio y eran los que elegían los equipos de fulbito, en esas pichangas donde cualquier conflicto se resolvía con penal y, a la vez, había reglas de conducta y convivencia que debíamos saber so pena de ser castigados.

El valioso capital social se constituía precisamente por las redes sociales que facilitaban nuestra convivencia y nos traían una serie de beneficios como pequeña sociedad que éramos en el colegio. En el patio, quien era parte del grupo de chicos populares, de los que tenía un grupo de amigos, tenía cierto poder y protección frente a los demás. Dentro del salón se formaban también grupos que destacaban y buscaban indirectamente integrar a los profesores para tener su aprobación, ya sea por carisma o por dedicación. Y claro, al momento de hacer trabajos grupales, los más estudiosos repentinamente se volvían populares y eran hasta pugnados para ser parte de los grupos. En esos particulares casos, los chancones se volvían capitalistas sociales.

Ayer y hoy salir del colegio es encontrar que en las instituciones públicas, tanto políticas como judiciales, se ejerce lo contrario a lo que nos habían enseñado. Resulta que el capital económico no solo es central, sino que los mecanismos para conseguirlos ponen de cabeza las ideas que se les enseña a los chicos en el colegio.

Aprendimos en el colegio a asimilar el conocimiento (aunque a veces de manera demasiado memorística), usar la lógica para argumentar a partir de nuestro propio trabajo y no ser copiones o irresponsables. Nos exigían disciplina en el patio con reglas y autocontrol. Sin embargo, vemos en la esfera pública que el capital cultural predominante es aparentemente saber pasar sobre la ley y generar intercambios de favores por puestos en el poder. En el colegio, por lo menos, te castigaban los profesores y no podías salir al viejo patio a jugar.

En comunidades tradicionales en donde la familia es extendida, en las fiestas patronales y las alianzas entre grupos, vemos el capital social erigirse de una manera similar a como sucedía en nuestros colegios. Nos hacía bien integrarnos a grupos de amigos con quienes formamos una estructura de soporte. Con espanto hemos visto en el ámbito político y judicial que las redes sociales, familiares y amicales están donde no deben estar: en una estructura estatal con esferas laborales estructuradas a partir de favores y no de méritos. Escolarmente es un equivalente al episodio central en “Paco Yunque” de Vallejo.

¿Qué queda de la ya problemática educación escolar si es que saliendo a la calle o leyendo los periódicos todo es exactamente al revés de lo que se enseña?

El tipo de conocimiento, la calidad de las relaciones o los intereses económicos pueden variar en todo espacio temporal y en distintos ambientes sociales. Sin embargo, estaremos en mejor posición si tenemos claras nuestras ideas sobre a qué valores le otorgamos capital simbólico, porque efectivamente este no existe por sí solo, sino que es otorgado por la sociedad como un cetro. Podemos elegir qué es lo que preferimos y lo estamos haciendo.

Las marchas, la indignación, la autoconsciencia que los hombres estamos tomando en la sociedad, las medidas correctivas y la voluntad de elegir mejor parecen hacer notar que el capital simbólico de la sociedad sigue siendo el de una sociedad democrática y de bien común. Un capital simbólico que busca desterrar la antipática corrupción, el machismo amenazante por amenazado, la sorpresiva (e increíble) xenofobia y la injusticia social. Y claro un mundo para todos donde podamos ser reconocidos y queridos.

¿Recuerdas los días del viejo patio del colegio? Volvamos y hagámoslo mejor para todos.