La Dirección Regional de Educación de Lima Metropolitana (DRELM) continuó con el proceso de supervisión de instituciones educativas y detectó que en las Unidades de Gestión Local (UGEL) 4 y 6 se registró el mayor número de ausentismo docente. (Ministerio de Educación)
La Dirección Regional de Educación de Lima Metropolitana (DRELM) continuó con el proceso de supervisión de instituciones educativas y detectó que en las Unidades de Gestión Local (UGEL) 4 y 6 se registró el mayor número de ausentismo docente. (Ministerio de Educación)
Editorial El Comercio

La gestión del ex ministro de tuvo un mérito fundamental: colocar su cartera como una de las prioridades de la agenda pública. El renovado interés y atención que recibió el sector educación, sin embargo, hizo patente también sus consabidas carencias. De un tiempo a esta parte, se ha vuelto moneda común comparar el porcentaje del PBI que el Perú invierte en educación –que asciende a 3,8%– con el porcentaje que invierten otros países –Chile 4,9%, Colombia 4,5%, México 5,3%– para argüir que el problema es que el Perú gasta poco en sus estudiantes.

Aquella, sin embargo, es una fotografía parcial y que podría resultar engañosa. Según la OCDE, mientras que a nivel de los países desarrollados el promedio del gasto anual por alumno es de US$8.000, en el Perú este es de US$1.100. Chile y México, sin ser países ricos, más que duplican la inversión peruana por alumno. Es, obviamente, casi imposible lograr un desempeño superior, o siquiera similar, al de otros países invirtiendo menos de la mitad que ellos.

Pero este enfoque –que llevaría a pensar que las autoridades no le han dado a la educación la importancia que merece– pierde la perspectiva de nuestra realidad fiscal. Lo cierto es que el Perú destina casi el 20% de su gasto público al sector educación –la partida más gruesa del presupuesto y un porcentaje mayor al que muchos otros países destinan–. Ello debería ser indicador de que, cuando menos en lo que respecta a la disponibilidad de recursos, el Perú no mantiene relegado al sector.

No siempre ha sido así. Hace 20 años, durante el gobierno fujimorista, el país destinaba menos del 15% a la educación. Las administraciones de los ex presidentes Toledo y Humala aumentaron este porcentaje, en tanto que la segunda administración del ex presidente García lo disminuyó. El gobierno del viene también incrementando la participación del sector, pero inevitablemente arrastra el deterioro de la carrera docente y de la infraestructura –física e institucional– que se acumuló por décadas. Al actual ritmo de inversión en infraestructura educativa, por ejemplo, nos tomará más de 20 años cerrar las brechas mínimas que hacen colegios adecuados. En términos reales, los salarios de los docentes aún no alcanzan el nivel que tuvieron a mediados de la década de los años 80.

Visto así, el tema de fondo se hace más claro: el problema actual para alcanzar el 5% del PBI no es tanto la prioridad que tiene la educación en el presupuesto nacional comparada con otros sectores; el problema es la falta de recaudación pública. Para un país como el Perú de hoy, con altas tasas de informalidad, evasión y elusión rampantes y, sobre todo, productividad relativamente baja, cumplir con las demandas salariales de los docentes de un piso de S/4.000 al mes es fiscalmente imposible.

Esfuerzos para mejorar la situación del sector, dentro de las posibilidades del Estado Peruano, han existido y es irresponsable ocultarlos. A pesar de lo declarado por el presidente Kuczynski durante la campaña electoral y durante su último mensaje a la nación del pasado jueves, los salarios de los docentes sí han subido en los últimos años. Según declaró hace unos meses el ex ministro Jaime Saavedra –quien como se sabe fue parte de este y del anterior régimen– las remuneraciones para los profesores se incrementaron en 44% en los últimos cinco años. Soslayar este hecho abona a la idea errada de que “el Estado no gasta en educación”.

Replantear parcialmente la manera en que se estructura el gasto en educación puede hacer más eficiente el sistema, pero en general no está de más intentar anclar las expectativas –de los docentes y de la ciudadanía– a lo que realmente puede pagar nuestro presupuesto público. Al fin y al cabo, una economía poco dinámica, relativamente improductiva y sumamente informal solo podrá pagar una educación análoga.