Ayer, el Tribunal Constitucional (TC) decidió, por mayoría, declarar infundada la demanda competencial planteada por el titular de la Comisión Permanente, Pedro Olaechea, contra la disolución del Congreso, determinada por el presidente Martín Vizcarra el 30 de setiembre del año pasado. Los magistrados Manuel Miranda, Marianella Ledesma, Eloy Espinosa-Saldaña y Carlos Ramos votaron a favor de la medida, mientras que Ernesto Blume, José Luis Sardón y Augusto Ferrero votaron en contra.
Así, el TC ha marcado el fin oficial de una de las discusiones constitucionales más importantes de nuestra historia reciente: la que ponía en tela de juicio la pertinencia legal de la decisión del jefe del Estado de interpretar la denegación fáctica de la cuestión de confianza y, en consecuencia, definir el cierre del Parlamento. Sin embargo, si bien esta circunstancia ayuda a alcanzar una inmediata dosis de estabilidad tras meses de incertidumbre, no deja de ser controversial.
Como hemos dicho anteriormente desde esta página, no existen dudas de que el comportamiento del Congreso el 30 de setiembre fue el epítome de la actitud agresiva frente al Ejecutivo que dicha representación, cuya mayoría estuvo en manos de Fuerza Popular, sostuvo desde que fue elegida en el 2016. Ese día el entonces primer ministro Salvador del Solar fue impedido de entrar al hemiciclo y la preocupación que el Gobierno había expresado sobre la manera en la que iban a ser elegidos los nuevos miembros del TC fue pasada por alto sin mediar la más mínima discusión.
Sin embargo, lo descrito no hace menos preocupante lo que luego hizo el presidente Vizcarra. Que el Ejecutivo pueda atribuirse la facultad de interpretar cuándo el Congreso realmente le ha denegado la confianza, con prescindencia de lo que se vote, sin que esté meridianamente claro sobre qué temas puede pedirla, puede ser peligroso, especialmente si esta potestad recae en un futuro gobierno dispuesto a emplear criterios más laxos para dicha determinación. Los poderes del Estado tienen la obligación de contrapesarse, y que uno pueda deshacerse tan fácilmente del otro contraviene esta premisa. Esto explica que la decisión del TC no se haya dado por unanimidad (cuatro votos contra tres) y deja claro que esta, aunque debe respetarse y defenderse, no estuvo libre de críticas.
En esa línea, será importante tomar en cuenta los fundamentos de quienes votaron en minoría para evaluar potenciales reformas a la cuestión de confianza, las mismas que podrán sumarse a los criterios para su uso que los demás magistrados se han planteado establecer. Si hoy estamos en este embrollo, mucho tiene que ver con los vacíos y ambigüedades legales que, hoy por hoy, rigen esta facultad.
No obstante, más allá de estas precisiones, será importante que se comience una discusión dentro de los propios poderes del Estado que han protagonizado el enfrentamiento que nos ocupa. Al fin y al cabo, son ellos los que tienen en sus manos las herramientas de control político (algunas, como la cuestión de confianza, con consecuencias potencialmente trágicas) y si se llegó a este punto es porque eligieron el enfrentamiento por encima de trabajar juntos y alcanzar consensos en beneficio del país.
Así las cosas, lo definido por el TC a propósito del episodio de la disolución del Congreso tiene que redirigir la atención de la ciudadanía a la decisión que tendrá que tomar el próximo 26 de enero. Como hemos podido comprobar, la manera en la que configuramos nuestro Poder Legislativo cumple un rol importantísimo en la forma en la que se conduce el país y no nos podemos dar el lujo de enredarnos en un nuevo conflicto que nos vuelva a sumir en la incertidumbre.
El cierre del Parlamento ya es parte de nuestro pasado y hoy toca pensar en nuestro futuro.