Visto de lejos, parece el hermanito menor del Óscar, aquella célebre estatuilla con la que se premia año a año a lo mejor de la industria cinematográfica. De cerca, no es más que un simple monumento a la vanidad y al mal gusto.
La áurea estatua en tamaño natural de César Acuña, líder, fundador y mandamás del partido Alianza para el Progreso, instalada en una de las sedes de la Universidad César Vallejo, no pasaría de ser la extravagancia de un millonario excéntrico con aires de grandeza si no fuera porque el inmortalizado en cuestión es además la cabeza de un partido político con una importante presencia en el Congreso, cuya bancada se encarga de tomar decisiones trascendentes que afectan a todos los peruanos. Eso sin contar con que el protagonista de la dorada efigie ha pretendido además ser presidente de la República.
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Acuña –quien tiene a un exparlamentario de su partido dirigiendo el Ministerio de Salud y es un visitante recurrente de las instituciones del gobierno que encabeza Dina Boluarte– ha intentado justificar su efigie señalando que las personas tienen que ser “reconocidas y valoradas en vida”. Pero una cosa es recibir una condecoración o un homenaje, y otra muy distinta es erigir una estatua con tu propia imagen en la universidad de la que además eres el dueño.
El dueño de Alianza para el Progreso ha asegurado que la memeada escultura fue mandada a hacer por personas de su entorno. En aras de la transparencia, sería un buen gesto que dé a conocer los nombres de tan desinteresados aportantes, para que la prensa pueda cotejarlos con ingresos a entidades públicas, posibles contratos con el Gobierno Regional de La Libertad o nombramientos en municipios administrados por alcaldes de APP o si, por extraña casualidad, laboran en alguno de los despachos congresales de su bancada. Tan pomposa zalamería no hace sino despertar justificadas suspicacias.
El culto a la personalidad y los principios democráticos no suelen ir necesariamente de la mano. Ahí está el caso del exdictador de Turkmenistán Saparmurat Niyazov, quien mandó erigir una estatua suya de 12 metros en la capital de su país (también dorada, por coincidencia) o la efigie de Saddam Hussein que fue derribada tras la caída de su régimen en Iraq. En Trujillo tenemos nuestro propio ejemplo local. Por supuesto que en una menor, mucho menor, escala.
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