

Cada 6 de septiembre se conmemora el Día Mundial del Daltonismo. Una fecha poco conocida, pero que para quienes vivimos con esta condición es un recordatorio silencioso de que nuestra forma de percibir el mundo no es igual a la de los demás.
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No es una discapacidad en el sentido clásico: veo, leo, trabajo, camino como cualquiera. Pero mi forma de ver no es la misma. Es como si en mis ojos, los colores se procesaran a través de un prisma diferente, que los mezcla, los confunde y los redefine hasta crear una percepción única (y errada).
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Lo que es un rojo intenso para la mayoría, yo lo percibo como un verde oscuro, o viceversa. Las tonalidades se alteran, se funden y se camuflan entre sí; apenas los blancos, negros y grises permanecen nítidos. Así es vivir con daltonismo: un mismo paisaje que revela matices diferentes, según quién lo mire.
Las primeras señales aparecieron en el kínder. Recuerdo una tarea en la que pinté el rostro de una persona de verde, convencido de que usaba un rosado. Aquella inocente confusión se interpretó como un acto de rebeldía y la maestra me calificó con un 05. Ese dibujo infantil, que hoy guardo en la memoria con ternura, fue la primera lección de que yo veía el mundo de otra manera.

Con el tiempo, los controles oculares fueron despejando las dudas. El diagnóstico llegó a través del Test de Ishihara, esas láminas circulares llenas de puntos de colores donde se esconden números. Para los demás, las cifras están ahí, claras y evidentes; para mí, son invisibles. Es en ese instante que el daltónico entiende que hay algo diferente; no es rebeldía, no es descuido, es simplemente daltonismo.
NO TODO ES COLOR DE ROSA
El daltonismo es una alteración genética que afecta a los conos del ojo, unas células sensibles de la retina, responsables de captar los colores. El nombre viene de John Dalton, un científico británico que escribió el primer artículo sobre daltonismo en 1794. Creía que su propio daltonismo era causado por un defecto en su humor vitreo.
No es ver en blanco y negro, como muchos creen, sino confundir tonalidades: el rojo con el verde, el marrón con el naranja, el violeta con el azul. Y aunque la vida sigue para los daltónicos, hay una realidad inobjetable: el mundo está construido sobre códigos de colores. Está en la ropa, los semáforos, la naturaleza, el arte; todo está determinado por un color, inclusive el estado de frescura de determinados alimentos. Como a los daltónicos nos cuesta distinguir entre verdes y amarillos, a menudo nos cuesta saber cuándo un plátano está maduro. En ocasiones, debemos resignarnos al amargo sabor de un plátano verde.
Entonces, lo que parece mínimo se convierte en un reto cotidiano. Personalmente, me cuesta descifrar los colores que hay en un gráfico o en un documento de Excel, algo tan elemental para otras personas.
En cuanto a las profesiones, no todo está permitido para los daltónicos: en algunos países, ser piloto de avión o controlador aéreo está prohibido si se tiene esta condición. En Inglaterra, por ejemplo, el daltonismo puede impedir el acceso a la medicina; y en muchas partes del mundo, es difícil convertirse en electricista (debido a los colores de los cables).
Pero eso no significa renunciar a la vida. Significa adaptarse, confiar, pedir ayuda (algo básico en ciertas circunstancias). Elegir los tonos que uno distingue mejor, memorizar patrones y apoyarse en la tecnología que hoy ofrece aplicaciones para identificar colores.
Con los años entendí que el daltonismo no me define, pero sí me acompaña. Me obliga a reconocer que no todos vemos el mundo del mismo modo. Y esa es también una metáfora de la vida: cada mirada es única, aunque las diferencias no siempre sean visibles.
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