"El elefante desaparece", de Haruki Murakami
"El elefante desaparece", de Haruki Murakami
Haruki Murakami

Supe por el periódico que el elefante de la ciudad había desaparecido de su recinto. El despertador había sonado a las 6.13 de la mañana, como todos los días. Fui a la cocina para preparar café, hice unas tostadas, sintonicé una emisora FM en la radio y extendí el periódico de la mañana sobre la mesa mientras me comía la tostada. Acostumbro a leer el periódico desde la primera página, por lo que tardé un tiempo considerable en llegar a la noticia del elefante. La primera página publicaba un artículo sobre las tensiones comerciales con Estados Unidos, luego había otros sobre la SDI, sobre política nacional, internacional, economía, una tribuna libre, una crítica literaria, varios anuncios de agencias inmobiliarias, titulares de deportes y, en un rincón, una llamada a las noticias locales.
    El artículo sobre la desaparición del elefante abría la sección local: ELEFANTE DESAPARECIDO EN UN DISTRITO DE TOKIO, decía. Más abajo, el subtítulo, en un cuerpo más pequeño, continuaba: «Se extiende la inquietud entre los ciudadanos, que exigen responsabilidades». Publicaba una foto en la que se veía a un grupo de policías investigando dentro del recinto del elefante. Sin su ocupante, la imagen de la jaula resultaba poco natural, como un gigante disecado al que le hubieran quitado los intestinos. 
    Sacudí las migas de pan que habían caído encima del periódico y leí atentamente el artículo. Al parecer, la gente había notado su ausencia el 18 de mayo, es decir, el día antes, sobre las dos de la tarde. El encargado de suministrar la comida llegó con el camión, como de costumbre, y se dio cuenta de que el recinto estaba vacío. (La dieta principal del animal eran los restos de la comida de los niños de un colegio público de los alrededores). Los grilletes de hierro de sus patas tenían la llave puesta, como si él mismo se los hubiera quitado. No solo había desaparecido él, también su cuidador.
Según el artículo, la última vez que los habían visto fue el día antes (el 17 de mayo) pasadas las cinco de la tarde. Había ido un grupo de cinco niños del colegio a dibujar el elefante y se marcharon a esa hora. Fueron los últimos en verlo a él y al cuidador. Nadie más los vio después. El personal del zoo cerró el acceso al recinto a las seis y ya no entró nadie más.
    Nadie observó nada anormal, ni en el elefante ni en su cuidador. Al menos eso dijeron los niños. El elefante estaba en mitad del recinto tan tranquilo como de costumbre. De vez en cuando balanceaba la trompa a izquierda y derecha y entornaba sus ojos rodeados de arrugas. Estaba tan viejo que le costaba moverse, y quienes lo veían por primera vez sentían que en cualquier momento podía derrumbarse, dejar de respirar.
    Si lo habían acogido allí era, precisamente, por su avanzada edad. Cuando el zoo de las afueras tuvo que cerrar por problemas económicos, distribuyeron a los animales en otros zoológicos del país gracias a la mediación de un hombre que se dedicaba a importar animales salvajes. Pero ese elefante en concreto era tan anciano que nadie lo quería. Todo el mundo tenía su elefante y nadie disponía de recursos suficientes para hacerse cargo de un ejemplar que podía morir en cualquier momento de un ataque al corazón. Así las cosas, el animal se quedó solo en aquel lugar arruinado cerca de cuatro meses sin hacer nada, aunque tampoco antes hacía gran cosa.
    Tanto para el zoológico como para el distrito, la situación se convirtió en un quebradero de cabeza. El zoo ya había vendido el suelo a un promotor inmobiliario que tenía previsto construir bloques de pisos y contaba con la autorización pertinente. Cuanto más se prolongaba el problema del elefante, más intereses debía pagar el zoo sin poder hacer nada para remediar la situación. Tampoco podía matarlo sin más. De haber sido un mono araña o un murciélago, lo habría hecho, pero matar a un animal de esas dimensiones hubiera llamado la atención, y de descubrirse la verdad, se habría convertido en un verdadero problema. Las tres partes implicadas en el asunto decidieron reunirse para discutir y llegar a un acuerdo.
1. El distrito acogería al animal sin coste alguno.
2. El promotor cedería un terreno gratuito donde alojarlo.
3. La empresa administradora del zoológico pagaría el sueldo del cuidador.
    Tal fue el acuerdo alcanzado entre las tres partes hacía ya un año.
    Desde el primer momento tuve un interés personal en el asunto del elefante. Recortaba todos los artículos que publicaba el periódico e incluso asistí a una reunión municipal donde se discutió el tema. Por eso puedo explicar con exactitud todo 
lo ocurrido.

[…]
Asistí a la ceremonia de inauguración de la nueva residencia del elefante. Delante de él, el alcalde pronunció su discurso (sobre el desarrollo de la ciudad y la mejora de las infraestructuras culturales); un niño, en representación de todos los alumnos del colegio, leyó unas palabras («Elefante, te deseamos una vida larga y apacible», algo así); se convocó un concurso de dibujo (después de lo cual dibujar al elefante se convirtió en una materia más en la formación plástica de los niños); y dos chicas jóvenes con vestidos ligeros (ninguna de ellas era especialmente guapa) le acercaron dos grandes racimos de plátanos. El elefante soportó aquella ceremonia insignificante (como poco, totalmente insignificante para él) y se comió los plátanos con una mirada tan ausente que más bien parecía no ser consciente de nada. Cuando se los terminó, la gente aplaudió. El animal llevaba una gran anilla de hierro en su pata trasera derecha enganchada a una cadena de casi diez metros, que estaba fijada en el otro extremo a una resistente base de hormigón. A primera vista se veía que el grillete y la cadena eran muy sólidos, irrompibles por mucho que el elefante se empeñara en liberarse de ellos durante los siguientes cien años. No hay forma de saber si le preocupaba el grillete, pero aparentemente ni se inmutaba por aquella masa de hierro que rodeaba su pata. Miraba un punto en el vacío con sus ojos distraídos. Si soplaba el viento, se le mecían las orejas y el pelo canoso.
    Su cuidador era un anciano delgado, de baja estatura y edad indefinida. Podía estar en la primera mitad de los sesenta o ya entrado en los setenta. A algunas personas la edad deja de afectarles a partir de cierto momento en su vida. Él era una de ellas. En verano o en invierno, siempre estaba moreno. Tenía el pelo fuerte, corto, los ojos pequeños, ningún rasgo peculiar, como mucho, unas orejas grandes y redondas que destacaban en su cara pequeña.
    No tenía un carácter seco y, cuando alguien se dirigía a él, contestaba con cortesía. Podía incluso resultar simpático, aunque siempre se apreciaba en él cierta rigidez. Normalmente era un anciano callado y solitario que parecía gustar a los niños. Se esforzaba en ser amable con ellos, si bien nunca llegaban a establecer una relación de verdadera confianza.
    El único que confiaba en él de verdad era el elefante. Dormía en una caseta prefabricada a su lado, se hacía cargo de él de la mañana a la noche, mantenían una relación estrecha que duraba ya más de diez años y bastaba verlos juntos para comprender que compartían una gran intimidad. Si el hombre quería que se moviese, no tenía más que ponerse a su lado, darle un ligero golpe en la pata delantera y susurrarle algo a la oreja. El elefante obedecía. Se movía despacio hasta donde le había indicado y, una vez allí, volvía a dejar la mirada perdida como antes.

Novela: El elefante desaparece
Autora: Haruki Murakami
Edición: Tusquets
Páginas: 352
Precio: S/ 69.00

Vida y obra: Haruki Murakami (Kioto, 1949)
Desde joven, Murakami estuvo marcado por la cultura occidental, sobre todo por la literatura y la música. Su novela "Tokio Blues (Norwegian Wood)" lo lanzó al estrellato. Luego vinieron sus celebrados libros "Al sur de la frontera, al oeste del sol"; "Kafka en la orilla"; "Crónica del pájaro que da cuerda al mundo"; y "1Q84", en donde nos introduce a otras realidades en las que lo cotidiano y lo fantástico conviven en inquietante armonía. 

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