Por Rafael Belaunde Aubry
En Mesopotamia, cuatro mil años atrás, los sumerios de Nippur rasgaban tablillas de arcilla con signos cuneiformes que asemejaban huellas de pájaros. Una de estas relata cómo Ziusudra sorteó el gran diluvio siguiendo designios divinos. La leyenda incluye el ave que, al no hallar tierra firme donde posarse, retorna a la nave. En versiones menos remotas de la leyenda de Gilgamesh, el dios Enlil decreta el diluvio, harto del continuo alboroto que le arrebataba el sueño.
Las similitudes con las versiones bíblicas de Noé y con el repudio de Jehová hacia la alharaca cortesana de sus adoradores a la que alude Isaías 1:11-14, muchísimo más recientes, no son coincidencia.
El monoteísmo mismo tiene también orígenes exógenos. Bajo el paganismo, honrar deidades ajenas para concertar o mantener alianzas era práctica generalizada, pero hacia el 630 a. C. el rey Josías anatematizó las múltiples divinidades regionales y restringió los sacrificios ritualísticos al templo de Jerusalén, y consolidó así el monoteísmo. No obstante, mucho antes, fue en Egipto donde lo originó Akenatón, cuya notoriedad le debe más a la belleza de su esposa Nefertiti que a esa seminal imposición que desencadenó, por vez primera, la intolerancia religiosa.
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Una reliquia del Museo Británico, conocida como papiro Bremner-Rhind, que recopila mitos ancestrales, cuenta que Ra creó la tierra, el agua, la lluvia y el viento a través de sus palabras. Diversos jeroglifos incisos en las paredes pétreas de las cámaras mortuorias de la pirámide de Keops (2.500 a. C.) ya hacían referencia a ese legendario inicio.
La semejanza con el mito creacionista neotestamentario de Juan 1:1 —“En el principio era el verbo y el verbo era junto a Dios, y el verbo era Dios”— tampoco es coincidencia, a pesar de los milenios que los separan.
La eclosión cristiana, con su convocatoria integradora, rebasó el parroquialismo judío, atenuando la gravitación de esa tradición. Para la religión naciente no había distingo entre judíos y gentiles, y la noción de “pueblo elegido” superó restricciones de raza y frontera. Doctrinariamente, viejos preceptos como la ley del talión fueron sustituidos por los del sermón de la montaña. (Incidentalmente, la ley del talión es parte del código de Hammurabi, por lo menos un milenio más antiguo que el Pentateuco que la recoge).
La nueva religión fue permeable también a influencias grecorromanas. Ovidio y Livio —en Metamorfosis uno, y en Historia de Roma el otro— describen transformaciones sobrenaturales, sea por divinización de lo humano o humanización de lo divino (Bart Ehrman, How Jesus Became God). La paulatina sacralización de María a partir del primer Concilio de Éfeso (431 d. C.) es consecuencia de esa influencia.
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Durante el Medioevo, la noción de un Dios severo y distante ante el que solo podían interceder sus intermediarios eclesiásticos hizo inútil y hasta suicida cuestionar dogmas. La ordalía era la amenaza del descreído.
Afortunadamente, ya no. Desde hace 150 años arqueólogos e historiadores escudriñan prolijamente relaciones estratigráficas, tablillas, jeroglifos y papiros para discernir entre mito e historia. Gracias a la estela de Merneptah, por ejemplo, conocemos la presencia israelita en Canaán a partir del siglo XI a. C. Sin embargo, la conquista súbita y violenta por los descendientes de Abraham, como lo supone la Biblia, carece de sustento en las fuentes alternas. El éxodo masivo encabezado por Moisés tampoco se condice con la evidencia arqueológica, como explican Finkelstein y Silberman en La Biblia desenterrada.
En La historia de la Biblia, Karen Armstrong nos descubre una variedad de fuentes, tanto orales como literarias, en la conformación de los textos sagrados. La valoración diferencial de esos mensajes ha llevado a católicos y protestantes a discrepar respecto al canon. Ni qué decir del desacuerdo respecto a la Biblia judía de la que el cristianismo incorporó solo una parte.
Tal vez por ello resulte pertinente hablar de biblias más que de la Biblia.
Hoy, incluso, hay quienes perciben dos vertientes interpretativas divergentes en el Nuevo Testamento, impelidas por las circunstancias a amalgamarse: la del Jesús de la historia y la del Cristo de la fe.
Cuánto se ha avanzado desde la época en la que la literalidad bíblica era incuestionada, como cuando el arzobispo anglicano James Ussher, en 1655, luego de interpretar su cronología, concluyó que la Tierra había sido creada en el 4.004 a. C. Otro iluso, el Dr. Lightfoot, fijó con precisión aquel absurdo: domingo 23 de octubre… ¡a las 9:00 horas, para mayor abundamiento!
Sea como fuere, la Biblia, narración de mitógrafos iluminados, simbiosis entre realidad y fantasía, refleja un atávico anhelo de trascendencia que nos acompaña desde las cavernas. Que para millones sea “palabra de Dios” y que vastos sectores la interpreten al pie de la letra demuestra su fertilidad escatológica. Es que sus parábolas ayudan al creyente a aceptar la realidad con resignación y a darle sentido a la vida, convirtiendo los reveses en pruebas y las profecías en esperanzas.
En nuestros días, razonar en torno a ella obviando su supuesta literalidad puede suscitar desconfianza o, a lo mucho, un disimulado ostracismo, pero ya no conduce al garrote o a la hoguera. Claro y saludable indicio de progreso.