[Ilustración: Mind of robot]
[Ilustración: Mind of robot]
Jerónimo Pimentel



Si algún mal ha evitado el Perú en los últimos años es el nacionalismo. No ha sido esta la enfermedad que más ha prosperado en nuestra sociedad de la desconfianza, donde la idea de patria se ha reducido a una campaña turística de PromPerú, a un eslogan que sostiene que aquellos que comemos aquí lo hacemos con más gusto que nuestros vecinos, y a la inesperada alegría que, eventualmente, ofrece un partido de fútbol. En ciertas industrias se trató de convertir el optimismo de la década pasada en un lema de apoyo a la manufactura nacional. A nivel ideológico, lo único por destacar es un Frankenstein del que solo quedan dos hermanos presos, uno por homicidio y otro por presidente, y su enajenado padre, cuyas tonteras, de cuando en cuando, son recogidas por los medios en lo que constituye una singular forma de amenidad televisiva.

Desde este lugar, que seguro no es el mejor pero tampoco el más lamentable, las noticias del mundo se miran con asombro.

El chauvinismo norteamericano se ve como un esperpento estridente y peligroso, pero incapaz de asegurar una hegemonía global. Para regir el mundo se necesitan bombas pero también algunas ideas, así estas sean precarias o toscas. Si no, se puede utilizar la fórmula de Unamuno: “Venceréis, pero no convenceréis”. Trump no tiene ideas ni le interesa tenerlas, como se constata en su intercambio de amenazas e insultos con Kim Jong-un o en su desprecio explícito a los organismos multilaterales y a la salud del planeta. Sería gracioso si no fuera la antesala de una catástrofe atómica o ecológica. En contraste, la sola idea de lanzar una guerra contra “el eje del mal” parece elevar a George W. Bush a la categoría de estadista. La doctrina Monroe o el Destino Manifiesto, en contraste, parecen genialidades de tiempos pasados pero mejores. La verdad es que no lo fueron.

El secesionismo catalán empieza a competir en folclor, aunque a una escala provinciana. La cantidad de sinsentidos que se han lanzado para tratar de demostrar una autonomía cultural que los vindique como nación impresiona. En cierta ocasión un amigo barcelonés quiso acabar una discusión sosteniendo que ellos habían inventado la pizza. Querer crear tanto con tan poco es triste. Salvo que se quiera tomar con sorna (la respuesta fue: “No veo que los habitantes de Hamburgo se estén peleando con nadie por la patente de la carne molida frita”). No se puede sostener una diferencia sin engañar(se) deliberadamente. Escoger los puntos ciegos para crear una coartada es una de las formas más perversas de la mentira. Quien lo quiera comprobar que tipee en YouTube “Joan Tardà”.

O “Nigel Farage”. El brexit fue otro capítulo penoso en este revival. Con algunas variables patéticas, como el subsecuente tropezón electoral de May, la ausencia de estrategia para enfrentar una mesa de negociación, los visos de arrepentimiento, la pérdida de privilegios comerciales conseguidos en décadas, la multimillonaria factura de salida y el renacimiento del nacionalismo escocés. Parece el giro de una telenovela estropeada por la moraleja: hay que tener cuidado en sentirse excepcional porque al final te puedes quedar solo. Si no fueran ricos, hasta darían pena.

Lo mejor que se puede decir ahora es que desde el hemisferio norte no llegan noticias en las que prime el sentido común de las burguesías occidentales ni comportamientos maduros de los ciudadanos instruidos. Nada es casual: para convertir a un hipster en energúmeno hace falta un programa educativo implantado sin control, propaganda financiada por un grupo de poder que busca un botín, un trauma que manipular, un enemigo externo como chivo expiatorio, la reconstrucción a medida de la historia, un par de cancioncitas y una bandera. Que los europeos del siglo XXI recaigan en los males del XX es un fracaso en el que nos deberíamos ver y medir de cara al Bicentenario. En el caso europeo, había otros síntomas a mano: la falta de empatía, largamente demostrada en su trato a los migrantes, descorazona; su reflejo territorial revela tribalismo. Se suponía que la educación liberal sería un antídoto contra ese veneno, pero no ha sido así. Solo desde la superioridad es posible trazar fronteras y escoger quién sí y quién no. Hay muchos tipos de verdugo, pero pobre aquel al que le toque esa lamentable labor.

¿Y el viejo Estado nación qué? En España, con torpeza, se le forzó a recordar que ejerce el monopolio de la violencia. En términos sudamericanos, donde la protesta social se suele contar en muertos y no en rasguños, todo se ve un pelín farsesco. La desintegración territorial pone en riesgo la Constitución e invita al desmembramiento. España no se juega solo su porción económica de la industria catalana, sino su idea misma. Es ingenuo creer que no reaccionará a palos. Luego les tocará pensar en federalismo, en Estado plurinacional, en transformar su narrativa y encontrar el modelo que permita el encaje de los antiguos reinos. No está mal reflexionar en cómo lo haríamos nosotros.

La división identitaria es potencialmente infinita. La minoría última es el individuo. Construirse a partir del pasaporte es una muestra evidente de debilidad. Llevado al extremo, solo la literatura exenta de responsabilidades puede convertir una posición tan necia en belleza: “Mi patria es mi jardín”. A plantar flores, entonces.


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