[Foto: Getty Images]
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Jaime Bedoya

La primera camiseta usada por la selección peruana en un Mundial está en el museo del estadio Centenario de Montevideo, Uruguay. Chupo Arriola tiene el balón con el que Cachito Ramírez nos clasificó a México 70 en la Bombonera de Buenos Aires. Los chimpunes de la despedida de Lolo Fernández están bajo la custodia de un hincha aliancista. Y el Toyota Yaris negro metálico, placa D1Y 434, de don Wilmer Huaraca, el mismo que en diciembre del 2013 recogiera a un mareado Reimond Manco de una discoteca para llevarlo en hombros hasta su hogar, sigue en circulación a disposición de los transeúntes.

Todas estas son reliquias futbolísticas peruanas. Pero nos falta una. Reciente y dolorosa pero necesaria: la pelota del penal contra Dinamarca que se fue a los cielos de Saransk.

Debe aclararse que el presente es un ejercicio objetivo de coleccionismo que no busca remover heridas ni seguir con la cantaleta del “qué hubiera pasado si…”. Más bien resulta oportuno marcar distancia con demostraciones de dudoso humor, cuando no maldad, a propósito del infausto penal.

Le acaba de suceder a Cueva ahora que viajó a Trujillo en sus vacaciones. El seleccionado peruano asistió al estadio Mansiche para mirar el partido de Segunda División entre Carlos Manucci y Atlético Grau, distracción local para aliviar la tensión de la alta competencia mundialista.

Quiso el destino que transcurrido el minuto 33 del partido —aquel que indica la edad de Cristo— se pitara un penal a favor del equipo local. Entre gritos y vociferaciones el respetable del estadio trujillano empezó a pedir que Cueva pateara el penal. La sonrisa fue por compromiso.

He preguntado sobre el balón del penal a Dinamarca a cuatro personas bastante observadoras que estuvieron presentes esa tarde del 16 de junio en el Mordovia Arena de Saransk, Rusia. Los testimonios coinciden con lo que se ve en el video. Antes de la ejecución, Cueva resopla y mira fijamente el arco danés defendido por Schmeichel. Luego retrocede hasta la media luna del área grande y empieza una carrera que en su tramo final se transforma en unos pasitos similares a los que hacía Pedro Picapiedra cuando jugaba al boliche.

El balón, trazando una parábola elevada con efecto hacia la izquierda, evade la grúa con cámara detrás del arco que oportunamente desciende para evitar encontrarse con la pelota, la misma que en primera instancia llega aproximadamente hasta la fila 25. Ahí alguien del público la despeja de un manazo. Por los colores de la vestimenta parece tratarse de un peruano.

Gracias a ese impulso, el balón llega más o menos siete filas más abajo, donde desaparece entre la multitud. Ninguno de los cuatro consultados recuerda, el video lo confirma, que alguien haya devuelto el esférico a la cancha.

Esa Telstar 18, como todas las pelotas del Mundial de Rusia, lleva impresos en sus paños la fecha y los contrincantes que disputaron ese partido. Además, en su interior contiene el chip NFC (Near Field Communication), al que bastaría acercarle un celular con el app lector del NFC para conectarse con ella.

El paradero final del balón, ahí donde desaparece, fue la zona de la tribuna que ocupaba la barra contraria. Lo que quiere decir que es perfectamente factible que en estos mismos instantes un danés pueda estar regodeándose, interactuando lujuriosamente con el chip de la Telstar, mientras acaricia la lozana superficie sin costuras del esférico que no quiso entrar en su portería para convertirse en gloria peruana del gol.

Hay algo inapropiado en quedarse de brazos cruzados ante eso.

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