Los humanos no deberían interferir en historias de fantasmas. Habría que dejarlas suceder, como la cojera, como la lluvia, respetando sus improbabilidades e incoherencias como detalles propios de su belleza sobrenatural.
Lo espectral es que las elecciones presidenciales terminen con el sonsonete adolescente de quién pide perdón primero. Mientras eso sucede demuelen sin pena ni gloria la Casa Matusita, bastión de sábanas atormentadas, y se anuncia el estreno de una nueva película de terror basada en hechos fútiles y sin valor esotérico para los iniciados, el llamado poltergeist de Enfield, fechado en 1977, año cuando en el Perú el general Velasco moría con una sola pierna.
Lo único rescatable de la monserga hecha franquicia en torno a las películas de "El conjuro" es la rayada historia de amor de Ed y Lorraine Warren, los dos investigadores paranormales que se inventaron casi la mayoría de su cuerpo de trabajo con tal de tener una razón para estar juntos. El resto son travesuras de niñas en hogares asolados por el divorcio, como este caso inglés donde el diablo lanzaba legos (sic) como señal de odio al mundo. Existe el derecho a ser idiota. Una manera de ejercerlo es pagar entrada para ver eso en el cine.
Otra manera de la idiotez, esmeradamente voluntaria, se acerca a la felicidad. Cuando el corazón empezó a desaparecérsele a Jorge Salazar —otro que veía espectros—, pasó una temporada en un centro cardiológico en la avenida Garcilaso de la Vega. “Estoy a una cuadra de la Casa Matusita”, decía como consuelo. Es innecesario agregar que en la Casa Matusita nunca había pasado nada y Jorge simplemente había empezado a morir. La mención distaba de ser meramente distractiva.
Jorge, que premonitoriamente fue mi primer jefe periodístico sin una agenda real, me convocó desde un inicio a partir de una tarea paranormal: hablemos con los muertos. Él ya había escrito ese diálogo masivo de ultratumba que era "La ópera de los fantasmas", recreación de la matanza del Estadio Nacional en 1964, récord peruano mortal para gloria de Dios. No le bastaba. Tenía en su lista a Mamoru Shimizu, el japonés que mató a palazos a siete miembros de su familia en Chacra Colorada; a Javier Heraud, muerto de bala en la selva; a Manolete y todos los toreros muertos por septicemia. Ya venían Poggi y Ángel Díaz Balbín, el Ángel Exterminador, en una relación que escalaba hasta la barbarie de Abimael Guzmán y la gloria de Jesús, el resucitado a los tres días. Jorge estaba obsesionado con la muerte. En ese trance macabro indagar sobre una casa espantada era un paseo por el parque.
Acabé teniendo por responsabilidad laboral una conversación muy seria con Humberto Vílchez Vera, animador de televisión venezolano dado al llanto fácil y siempre a punto de ser Augusto Ferrando, que se jactaba de haber pasado una noche a solas en la Casa Matusita de la cual había salido trastornado, botando espuma por la boca y ofreciendo impecable pose tres cuartos a la cámara, micro en mano como una verdad eléctrica.
Vílchez Vera quería jugar el juego. Yo quería citar a un occiso, convocar el purgatorio. Sus palabras finales fueron el adelanto de la desilusión permanente que puede resultar el periodismo: “No me hagas esto”.
Rosa María Palacios, querida amiga experta en lides político-terrenales, se trajo abajo la leyenda de la Casa Matusita hace un tiempo entrevistando al dueño de la propiedad. El mito se deshizo ante lo prosaico de un guachimán aguardientoso y el ruido y tembladera propios de los colaterales del mareo etílico, sensaciones tan familiares como parientes en domingo.
Gracias por nada, querida Rosa María. Lo que no sabe ella es que ha habido un desplazamiento de ectoplasma transicional, alojando espíritus que oscilan entre el propio Estadio Nacional, el centro comercial Risso —donde otrora hubo un vampiro pianista— y la playa de La Herradura.
El evento arranca en Chorrillos, frente al mar, las tardes en que el espíritu de Jorge Vega “Veguita” deambula cargando piedras o libros o ambos y afirma risueñamente categórico: “Veo que todo sigue siendo una mierda”.
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