1Victoria Guerrero ha publicado En un mundo de abdicaciones, una obra dividida en cuatro partes: un poemario hasta ahora inédito, “Un arte de la pobreza”; un interregno, “Escombros”; una antología personal de su obra previa que lleva por título “Un arte de la incomplacencia”; y un poema final, “Un mundo de abdicaciones”. La continuidad de la propuesta reside en el lugar de enunciación del sujeto lírico, es decir, el espacio desde el que Guerrero ha decidido hablar, uno de doble subordinación: el de la mujer, respecto a la cultura patriarcal; y el del proletariado, en alusión a los efectos deshumanizadores del capitalismo posindustrial. Esta doble marginación evoca las dos tradiciones más importantes de la poesía peruana: la primera es la que inicia con Vallejo y continúa en Hora Zero, ambos proyectos de ambición desmedida, pues no solo desean asimilar las voces ocultas, sino que aspiran a convertir esas periferias en nuevos centros estéticos; la segunda es la de Blanca Varela y Carmen Ollé, aquella que entiende la feminidad no solo como un espacio de reivindicación, sino como la única posibilidad que queda para referir a lo humano-universal, pues lo masculino ha perdido toda credibilidad para asumir, incluso desde la literatura, esa responsabilidad estética. La edición de Felipe Aburto para el Fondo de Cultura Económica propone entender cómo Guerrero llegó aquí. La estructura antepone la novedad al recuento, y en el recuento plantea una cronología inversa, desde “Cuadernos de quimioterapia” (2012) a “De este reino” (1993). Vista así, la sensación que queda es la de una ruta inversa que va del desborde a la contemplación, de la exuberancia expresiva al cuidado formal, pues lo que ahora es un objetivo claro para atacar —el otro fascista— antes fue solo cierta oscuridad a un lado del paisaje. Hay un patrón, sin embargo, que se distingue: combatir la idea de renuncia. Hay mucho poder en adscribirse a una poética de la resistencia, sobre todo si se asume desde el concepto romántico según el cual el hacer verbal tiene el poder de transformar cualquier fenómeno empírico. En ese sentido, la fijación en el cuerpo se convierte en un símbolo de entereza: es el espacio de resistencia final, poético y político, y su función está redimida ante cualquier agenda subalterna. De esta forma, el cuerpo y el cuerpo verbal crean el refugio de una voz que, desprovista de identidad nacional, rol social y función de género, es apenas un orgullo que afronta, a la manera de un acantilado soberbio, las mareas negras que acometen contra la vida.
2“La silla en el mar” es un proyecto importante, quizá el más ambicioso en la obra de Rossella Di Paolo. El poemario recorre los elementos: empieza en la tierra y pasa por el aire —donde aletean los cuervos— para después atravesar el mar; el final es galáctico: la forma más racional de perderse es el infinito. Cada uno de estos continentes —llamémoslos así, como hubiera querido Olson— forma un escenario donde se vislumbra aquello que es propio de toda derivación melvilleana: la búsqueda del absoluto. Este puede ser una emoción desnuda, un objetivo irrenunciable o una realidad tan poderosa y enloquecida como la que produce imaginar un color entero. La acción, o su ausencia, está cercada por dos extremos: Bartleby y Ahab. El primero anticipó a Kafka y al existencialismo desde su famosa negativa, “preferiría no hacerlo”; el segundo ha sido la metáfora que explicó el siglo XX, una era, como predijo Bloy, donde solo parecen estar vivos quienes odian. Sobre ambos personajes se reflejan dos lecciones terribles: la del hombre convertido en nada y la del hombre a la busca de todo. Uno nos ofrece silencio y espejos (la poeta dice: “un agujero negro/ volando/ inmóvil”); el otro, aventura y desventura (la poeta dice: “un fantasma fui/ tras un fantasma”). Este arco lleva a que Di Paolo realice un variado ejercicio estilístico para explorar tonos y registros. Tenemos aquí oraciones, arrullos, cantos, algo que podrían ser estampas, algunos fragmentos de voces con aliento a epístola, trozos de apuntes de diario y algunos juegos. En cuanto a forma, hay lirismo, momentos para la poesía conversacional, algunos aprendizajes de la vanguardia, como la asociación libre, que produce ese intenso efecto de verso febril, y también una inspirada apropiación del lenguaje digital que incluye, por si hiciera falta riesgo, emoticones y códigos cifrados para ironizar sobre un futuro cibernético. La heterogeneidad, sin embargo, no provoca dispersión; por el contrario, es el punto de partida correcto para emprender el viaje. La clave la revela el título: un punto fijo de reposo y contemplación, la silla (Bartleby); sobre un universo en movimiento, el mar (Ahab). Con estas fuerzas en colisión el poemario se expande o se contrae y zozobra (¡debe zozobrar, parece decir Melville, pero de una forma maravillosa!) en el pesimismo. Es, si se me permite saltar del yo poético a la vida real, lo más cerca que la autora estará de la maldad, lo que se aprecia en el denuesto a la juventud como enfermedad y a la ignorancia como condena. Ella desarrolla estos males: el triunfo de la semiótica sobre el arte, del gesto sobre la obra y de la tecnología sobre la comunicación. ¿Cómo no odiar ese mundo? ¿Y cómo no resistir? Petrarca decía que quien conoce su ardor no ha ardido. Después de leer “La silla en el mar” queda claro que Rossella Di Paolo está en llamas.