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Jaime Bedoya

De manera silenciosa —requisito propio de la construcción de un verdadero relato de horror— se han cumplido veinte años de uno los episodios más tétricos de la historia peruana contemporánea: el día perdido de Alejandro Toledo.

Fue un viernes de octubre de 1998 que el entonces profesor de ESAN, medianamente conocido por su disposición eléctrica para el escarceo sexual y la rumba, era reportado como ‘secuestrado’. Toledo estaba a cuatro meses de lanzar su candidatura presidencial.

Una pista electrónica de sospechosas compras nocturnas —juguetes, perfumes, joyas, whisky y preservativos talla small— hacían pensar lo peor: la entraña gansteril habría abducido a este protodefensor de la democracia, ya señalado por el destino para grandes logros, entre ellos, la presidencia de la República y agarrar hielo con la mano por encima de su investidura.

El drama tuvo una flácida resolución al cerrar la noche. Un reportero que hacía guardia en la puerta del ausente captó incontestables imágenes: Toledo llegaba a casa, algo descuajeringado pero libre, manejando su propio Honda Accord. Su esposa, Eliane Karp, lo esperaba con el garaje abierto y la madre de todas las caras de orto del siglo XX.

¿Qué había pasado? Diversos testimonios, entre ellos el del diligente motorista de la farmacia Deza que había hecho el delivery surrealista, ayudaron a reconstruir la historia. Esta se había iniciado en ese vértice vial de la baja pasión establecido a lo largo de la avenida Nicolás Arriola, nombre del valeroso argentino que luchó por la independencia del Perú, y que por injusta travesura lingüística quedaría eternamente vinculado a lo erótico a través del latín arrectus (tieso) y su derivado, el tropicalizado arrecho.

Dejándose llevar por el espíritu libidinoso de la calle en cuestión, Toledo había estado caleteando entre los puticlubs del lugar, proveyéndose de compañía femenina en el íntegro Two Stars: confesar dos estrellas de las emblemáticas cinco no era sino una señal de honestidad profesional.

La noche acabó en la avenida Angamos 1680. A diferencia del glorioso episodio de la guerra del Pacífico, esta vez el combate sería sexual. Las aguas, la habitación 407 del Hostal Melody. Según parte policial, cuatro mujeres acompañaban al académico. Mientras, en la casa familiar de Camacho, los 43 músculos faciales de doña Eliane iban mimetizándose en nalga.

Las historias de eventos paranormales en la habitación 407 del Melody empezaron con la fuga de Toledo a California. Parroquianos coincidían en versiones según las cuales en las noches de octubre próximas a Halloween ese catre crujía solo.

Una explicación de estas manifestaciones sería aquella según la cual la liberación de la energía sexual, lo que Oriente llama el chi, equivale al desprendimiento voluntario y gozoso de una parte del propio espíritu. La pequeña muerte, según el nombre francés para el orgasmo. Esto se suma a la expresión coloquial de ‘le di de alma’, perfectamente aplicable para menesteres amatorios.

Una porción modesta pero juguetona del ánima toledista, aquella que habitaba en su principal apéndice sensorial, habría quedado penando por siempre. Un modesto bultito fantasmal rebota en estado de excitación eterna entre las cuatro paredes de una suite en Surquillo.

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