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“C’est pas moi” de Leos Carax: una película para mirar una y otra vez, con redundancias y repeticiones
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La imagen como vehículo de reflexión, como pregunta más que como respuesta. Un “work in progress”, dice el francés Leos Carax al inicio de “C’est pas moi”, mediometraje de 40 minutos que funciona como ensayo fílmico y experimentación, tomando prestado el estilo que aplicó Jean-Luc Godard en su recordada serie “Histoire(s) du cinéma” (y que luego aplicó también a su obra postrera, en cintas como “Film Socialisme”, “Adiós al lenguaje” o “El libro de imágenes”).
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A primera vista, se trata de un montaje fragmentado. Un collage de escenas propias, pero también de apropiaciones, que Carax va acumulando para desarrollar sus ideas. A través de saturaciones, sobreimpresiones, negativos, y palabras que se imprimen sobre la pantalla, el director ensambla una serie de meditaciones de temas diversos: allí está, por ejemplo, la pregunta sobre su identidad, descrita como la de una “criatura fatal”; pero también su mirada satírica a la debacle mundial, resumida en una genealogía atroz de sátrapas que van desde Hitler hasta Kim Jong-un, Trump y Putin.
En otra vertiente de “C’est pas moi”, Carax retoma la autorreferencialidad para pensar en la siempre problemática figura paterna: evoca a su padre biológico, a sus padres cinematográficos, y hasta se mira en el espejo para examinarse él mismo como padre. Y también recurre a una serie de imágenes que parecen subyacer en su subconsciente: el “Amanecer” de Murnau, el “Vértigo” de Hitchcock” o el neorrealismo de Rossellini; pero también la chocante imagen del niño sirio muerto en una playa de Turquía hace unos años. Podría acusársele de ser simplemente un provocador, pero el gesto funciona como un cable a tierra para que la ficción no nos distraiga de los espantos de la realidad.
"Lo de Carax en esta película es, como siempre, un refrescante ejercicio de estilo, pero por debajo de esa envoltura yacen las ideas".
Lo de Carax es, por supuesto, y como siempre, también un refrescante ejercicio de estilo: vemos fragmentos de sus películas más recordadas –como “Mala sangre”, “Los amantes del Pont Neuf”, “Holy Motors” o “Annette”–, escuchamos la música de David Bowie y de Sparks, se nos pinta la pantalla con el intenso verde que identifica a su cine, y nos deleitamos con las acrobacias y la gestualidad de su actor fetiche, Denis Lavant. Pero por debajo de esa envoltura deslumbrante yacen fundamentalmente las ideas.
Porque si Carax emula el ensayo fílmico godardiano se debe a que él mismo es un notable ensayista. “¿Cómo recuperar la mirada de los dioses, el estremecimiento, la infancia del arte?”, se pregunta al pensar en el estado actual del cine y la hiperabundancia de imágenes que nos apabullan ya no a 24 fotogramas por segundo, sino en un continuo digital sin parpadeo. Ante eso, hoy más que nunca necesitamos con urgencia que nuestros ojos parpadeen. Pero “nos quieren ciegos”, matiza Carax.
Con esa premisa en mente, la suya es una película para ver entre pestañeos. Para pausar y pensar. Para mirar una y otra vez, con redundancias y repeticiones. Son poquísimas las obras que realmente nos induzcan a repensar el cine tal como lo conocemos. Esta es una de ellas.
Calificación: 5/5








