Adriano, de 9 años nació con parálisis cerebral. Necesita una habitación con una cama clínica, pero sus padres no tiene recursos para acondicionarle el ambiente. Viven en una casa de madera en medio de un terral en el asentamiento humano Pachacútec, en Ventanilla, Callao.
Para brindarle mayor comodidad, sus padres duermen en cuartos separados. Él comparte la cama más grande con su mamá, Lidia Castillo, de 48 años, lo que le permite a la mujer estar alerta en caso surja una emergencia por la noche. Con Adriano hasta un exceso de flema podría resultar peligroso. “No puedo dejarlo solo mucho rato porque podría ahogarse", dice Lidia.
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El baño de la casa tampoco está habilitado para atender al niño. Así que para el aseo la madre debe ayudarse con una batea grande. La usa también para intentar replicar las terapias de rehabilitación a las que acudía Adriano antes de que llegara el COVID-19 al país.
En esa época Lidia llevaba a su hijo dos veces por semana al Instituto Nacional de Rehabilitación, en Chorrillos, donde le brindaban a Adriano terapia física, ocupacional, psicológica y de lenguaje. El sacrificio era enorme: Lidia recorría 52,3 kilómetros en transporte público con el pequeño en brazos. Solo el viaje de ida le tomaba hasta 4 horas, teniendo en cuenta las conexiones y las esperas.
“Por su papá, mi niño está asegurado en Essalud, pero las mejores terapias de rehabilitación las brinda el hospital de Chorrillos. Por eso lo llevaba hasta allá”, dice.
Ahora la pandemia ha paralizado todo. Durante el día, el pequeño Adriano ve el Chavo del 8, dibujos animados o algún programa educativo en el canal del Estado. A Lidia los médicos le habían aconsejado que le compre juegos didácticos, pero el dinero escasea y el cuidado de Adriano implica gastos fuertes. “Debe tomar leche en fórmula. La lata le dura para una semana y cuesta S/100”, cuenta la madre.
Antes de la emergencia el padre del niño trabajaba en una fábrica de fundición y ella se 'cachueleaba’ revendiendo algunas cosas por su barrio. Las circunstancias ahora se lo impiden. Y aunque en Ventanilla se ha repartido canastas de víveres a toda la población vulnerable, estas no cubren las necesidades de Adriano.
A fines del año pasado el menor tuvo una primera crisis de epilepsia. “No sabía lo que sucedía cuando comenzó a convulsionar. Lo llevé al Sabogal de emergencia. Ahora tiene que tomar tres medicamentos”, cuenta.
Esa vez Adriano permaneció internado dos semanas durante las cuales no pudo continuar con sus terapias. “Tuvo un gran retroceso”, recuerda Lidia. Ahora, a pesar de sus esfuerzos, está ocurriendo lo mismo.
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