Entre filmar un taller de cine para niños y dirigir una película que denuncie las patrañas del diario “El Mercurio” parece haber una gran diferencia. Pero Ignacio Agüero ha encontrado en el género documental la vía perfecta para crear una voz muy crítica de la sociedad chilena y a la vez reflexionar sobre el concepto de cine en sí mismo, en sus cualidades básicas y sus posibilidades más novedosas. Desde su aparente simpleza, Agüero es uno de los grandes innovadores del documental latinoamericano actual. Invitado del festival Transcinema, el chileno presenta la notable “Como me da la gana 2” y dicta un taller de cine. Con un libro brasileño en mano –“no hablo portugués, pero voy aprendiendo mientras leo”, cuenta–, Agüero parece un cineasta en constante aprendizaje. Un ojo que retiene todo lo que ve.
En sus películas hay siempre mucha discusión. ¿Se aprende mucho de cine hablando de cine?
Sí, es una de las formas. Y eso parte de la idea de que el cine no puede enseñarse, solo puede experimentarse. Las formas de relacionarse con el cine son ver, hacer y conversar.
Cuando habla de “desaprender” el cine, ¿lo dice por algunos cánones que se creen intocables?
Claro. Porque existe una deformación. Además, en torno a la enseñanza del cine se ha generado un negocio muy grande. Al menos en Chile, hay una proliferación de escuelas que captan el interés genuino de los jóvenes por trabajar en el mundo de la imagen. Pero al hacerlo distorsionan la naturaleza artística del cine y lo transforma en un producto al cual se llega usando técnicas que pueden sistematizarse, cuando en realidad el cine no funciona así, es una distorsión absoluta. El cine es un experimento de creación y por lo tanto de libertad. Por eso una acción fundamental es la de “desaprender” y eso no solo en el cine, sino en la forma en que hemos sido instruidos en general: que las cosas son de un solo modo, cuando en verdad no lo son.
Ver cine tampoco basta, ¿verdad? Ayuda leer libros, escuchar música…
Por supuesto. El cine es una experiencia de lectura del mundo y de invención del mundo. Simultáneamente. Y en esa experiencia está, por supuesto, la experiencia de vivir. Sin embargo, sí creo que la historia del cine es en sí mismo un capital inmenso, una escuela. A pesar de ser un arte joven, de poco más de 100 años, tiene un enorme acervo y una capacidad de incluir y trabajar con otras artes también.
En “Cien niños esperando un tren”, uno de los niños suelta una frase fantástica: “el documental es lo que es de verdad”. ¿En sus documentales todo es verdad?
No. En el cine nada es verdad, pese a que al mismo tiempo hay una referencia al mundo real. En la imagen está presente el mundo real y al mismo tiempo está proponiendo otro mundo. Por eso esa frase del niño es preciosa, pero es equivocada. Y la película juega con esa misma idea.
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¿Es difícil trabajar con niños?
No es difícil. Y además hay algo fascinante. El niño, como todavía no ha sido educado, cuestiona al mundo tal como está, no ha absorbido sus normativas. Por eso el cine y el niño se parecen. Porque el cine tiene la necesidad de crear un mundo, solo por el hecho de ejecutarse. Al proponer una imagen, el cine está proponiendo un mundo. Siempre. Y esa naturaleza lo hace igual al niño. Por eso hay una comunicación fácil entre el niño y el cine, eso es algo que yo he experimentado. Hay una posibilidad entre ambos que es óptima. Y el niño puede ver cualquier película, no solo las películas llamadas para niños, que son nombradas de ese modo por los adultos.
Usted también ha hecho talleres con niños, ¿verdad?
Sí, estoy empezando a meterme en eso, como una cuestión política importante. Es fundamental en nuestros países llevar el cine a la escuela y crear una relación. En Chile estamos lejísimos de eso, pero en países cercanos como Brasil, por ejemplo, no tanto. Ahora estoy leyendo sobre el tema.
¿Todas sus películas las ha filmado en Santiago?
No, he filmado a veces en provincias, y está también “Sueños de hielo”, que es un recorrido desde la Antártida hasta España...
Lo preguntaba para saber si necesita ese apego a la ciudad. ¿Le costaría filmar en otro contexto?
Bueno, sí, he filmado fuera algunas veces, pero sí es cierto que parto de lo que miro alrededor, de lo muy cercano para mí. Y me he ido acercando a esa intimidad cada vez más. Lo que sí me interesan son los cruces y las relaciones, el saltar de una cosa a la otra. Eso lo permite el cine. lo permite y estimula. Creo que es obligatorio eso de establecer conexiones novedosas.
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En “El otro día” usted recorre lugares de Santiago muy diferentes entre sí. En Lima también hay muchas diferencias sociales: muchos limeños que nunca han pisado algunas partes de la ciudad…
Claro, son ciudades totalmente segmentadas. En Santiago yo percibo hasta países distintos, que ni se comunican entre sí. En esa película sigo a esos “extranjeros” dentro de Santiago, que recorren barrios donde esperan obtener algo. Son compartimentos totalmente incomunicados y eso vendría a ser todo lo contrario de la democracia.
¿“Como me da la gana 2” surge por el deseo de ver diferencias de cómo se hacía cine antes, en época de dictadura, y cómo se hace cine hoy?
No, la verdad que no. No hay un afán de analizar el cine de 30 años atrás, ni de compararlo con el nuevo cine chileno. Lo que había era ganas de hacer una película acerca del cine, de qué se trata hacer una película, un juego sobre esa inquietud. Y para eso decidí valerme de esa cuestión que ya había usado antes de entrar a los rodajes.
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Igual es inevitable hablar del contexto, ¿no? Hoy ya no vivimos dictaduras, pero nuestras democracias parecen torcidas, enrarecidas. ¿Cómo ve esta situación?
Es muy deprimente. Porque si bien se vive en lo que podría llamarse una democracia, no lo es para nada. No estamos en regiones democráticas, sino en regiones totalmente manejadas por el gran capital, al punto que se producen hechos como en Brasil, con golpes de otra forma, golpes institucionales. O en Chile, donde si bien no ha habido un golpe, un gobierno supuestamente progresista se convierte en un gobierno de derecha. Y donde los proyectos de reforma pasan a ser peores que la situación que había antes. Hemos sido víctimas del gran capital, que logra tener el control total de los gobierno y, peor aún, de las conciencias de la gente. Eso es muy grave.
¿A alguna de sus películas le guarda especial cariño?
Es difícil elegir, pero sí hay una película que me gusta mucho, que es “El otro día”. Me gusta por lo fresca que es, por lo que me permitió descubrir. Y no fue una película difícil de hacer, fue hecha con total y absoluta libertad, en el sentido de que no está llamada a cumplir nada, ni responder nada a nadie. Fue un juego de experimentación en el cual hubo descubrimiento de lenguaje, de asociaciones, de formas. En cambio, una película como “El diario de Agustín” fue muy difícil de hacer porque no había ningún espacio para la ambigüedad. Había que ser muy preciso, andar con mucho cuidado para no darle lugar a los Edwards [dueños del diario “El Mercurio”] para que no me metieran preso, pero también para que nunca se rieran. Y creo que conseguimos ese objetivo.
¿Su cine tiene un objetivo final? ¿Quiere o puede alterar la realidad? ¿Mejorarla?
Yo diría que mi cine es un cine que no tiene objetivo, o quizá solo el objetivo de buscar sus posibilidades dentro del propio cine. Yo he pensado mucho esta cuestión sobre la que me preguntas: cine y política, cine y sociedad. Y aunque ya hemos comprobado que el cine no es un agente de transformación de la sociedad, el cine siempre es político. Y hoy en día, para mí, como ciudadano político, mi acción es producir conexiones entre los niños y el cine, introducir el cine en la escuela. Eso sí sería un objetivo político, porque el cine es emancipador. Si los niños tuvieran el cine en su vida, nuestra sociedad podría dejar de ser algún día tan abusada y sometida.