Recorrer el país por carretera es una manera de encontrarse con la realidad y darse de narices con los toscos contrastes del camino. La Panamericana Norte es una alternativa por la diversidad del paisaje y su riqueza cultural y gastronómica. Ahí esperan arenales acompasados de montañas cobrizas y amarillas; playas de ola firme y riberas desiertas; caletas de pescadores ocultos del tiempo; un mar azul cielo; huariques de pescados y mariscos incomparables; agitadas ciudades que hace poco eran pueblos amables; ruinas preíncas, unas veces limpias y claras, y otras escondidas bajo tierra y vegetación. Mientras tanto, la carretera zigzaguea, sube y baja serena, ofrece seguridad y paz, y en algunos tramos, donde antes campearon el desierto y el vacío, avanza junto a áreas verdes, recién cultivadas. … De pronto… en ese universo natural y humano que nos reconcilia y anima, que nos hace ver que más allá del pernicioso y destemplado cotilleo capitalino hay motivos para querer la vida y al Perú, aparecen los gallinazos sin plumas.

Un extenso muladar asedia la ruta por derecha e izquierda. Amenaza con devorarla. La basura acorrala, oprime, se impone y daña, inmisericorde, el medio ambiente. En dirección a Tumbes, poco antes de Trujillo, se presenta el basural, cruza la ciudad, intimida camino a Huanchaco, gira y mengua unos minutos. Cuando se cree que ya pasó, emerge con ferocidad rumbo a Lambayeque preparando el clímax que alcanzará en Chiclayo. Puede variar la percepción; no obstante, el desastre es innegable y está a la vista de todos. Asombrosas extensiones de bolsas multicolores cubren lo que alguna vez fue vegetación; toneladas de restos de comida, descompuestas por el sol, son diseminadas por perros hambrientos y aves carroñeras que hunden el pico en busca de algún tesoro; hay ratas, cucarachas y más bolsas, botellas, plásticos, maderas, excrementos; y un olor que penetra los pulmones y los acerca a las puertas del colapso. Un muladar, un infierno de desperdicios, que convierte la indolencia de las autoridades locales, regionales y nacionales en un crimen contra la salud y el planeta.

Sobre esos campos de basura caminan personas, sea para ir de un lado al otro de la pista, sea para buscar algo que puedan vender. También están los niños, jovencitos alegres que juegan una pichanguita al lado del basural, mientras los gallinazos (con plumas) los identifican en su radar. Cuanto más cerca de las ciudades, más convive el basural con ancianos y mujeres; cuanto más grande, más parecen los vecinos haberlo incorporado en el paisaje; cuanto más antiguo, más se evidencia que las autoridades ya lo tienen como parte del decorado natural.

En su última novela, Mario Vargas Llosa retrata esos basurales. En uno de ellos, describe, “había una cabaña construida con retazos de papeles, telas, maderas, pedazos de hierro” y concluye que “un hombre, seguramente anciano, vivía en ella”. El muladar colinda con la imponente ciudad de Chanchán y con las espléndidas Huacas del Sol y de la Luna. De seguir a Lambayeque, el viajero debe tener una brújula para vencer la basura y el tráfico infernal, y llegar a salvo al bello Museo Tumbas Reales de Sipán, una exposición hermosa, bien curada, que todo peruano debería visitar. Sin duda, es un museo de talla mundial. Un orgullo. Pero el contraste que impone es bronco, violento, acongoja: un pasado glorioso, admirable, colorido, que se exhibe en un presente caótico, sucio, abandonado.

Si las autoridades demuestran indiferencia hacia el daño ambiental y la salud pública, ¿qué lleva a que las personas boten la basura en cualquier lado? ¿Por qué alguien arroja residuos en áreas que sabe comunes y donde ve a niños, mujeres y ancianos? Lo insólito es que se repudia el basural y al mismo tiempo se contribuye con él. En la carretera es frecuente avistar la mano atrevida de un chofer que baja la ventana lateral para arrojar un papel, una envoltura, una botella; o la del copiloto, que primero anida la cáscara de una mandarina, luego la tira por la ventana y de inmediato escupe las pepitas que no puede digerir, sin importar que detrás venga otro auto con la ventana abierta.

La crisis que vivimos no es solo política ni de gobierno. Tampoco se reduce a la falta de honradez ni a la incapacidad de los representantes. Hemos olvidado lo que pasa en la vida diaria, en la ciudad y en la calle, en el espacio físico y social en el que convivimos y desde donde se debe pensar el futuro. La crisis tiene distintas maneras de expresar su profundidad. Iba a poner “una crisis del bien común”, pero me quedo corto. El problema es más extenso y hondo. Esos basurales, esa indolencia ante el daño ambiental y la salud, muestran, por ejemplo, que somos capaces de destruirnos a nosotros mismos.

PD: Al final de su cuento “Los gallinazos sin plumas”, Julio Ramón Ribeyro nos dice cómo despierta el día en la ciudad: “cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula”. ¿Mantenemos el mismo rumbo?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Garatea Grau es exrector de la PUCP

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