(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Hugo Coya

La actriz que denuncia al destacado director teatral porque considera que sobrepasó los límites de cualquier proceso creativo hasta transformarlo en acoso, la conductora de televisión amenazada y golpeada por un connotado economista, el asesor político que dice luchar contra las injusticias y acaba sindicado por sus ex parejas como artífice de diversos vejámenes y la activista que resulta acusada de maltratar a sus ex compañeras sentimentales.

Cara y cruz de una misma moneda acuñada en el ejercicio de alguien que tiene poder y lo ejerce sin contemplaciones hasta conseguir el sometimiento. Cambian los actores y los decorados, pero los guiones se repiten con escasas diferencias como si se tratara de una macabra letanía que antes era insonora y que ahora, al hacerse bulliciosa, visible, chirriante, evita que simulemos desconocimiento, desviemos la mirada, intentemos no comprometernos para refugiarnos en la indiferencia.

Las redes sociales transformadas en instrumentos que permiten a las víctimas denunciar a sus victimarios, exigir sanciones y evitar que prosigamos con nuestra rutina bajo la cómoda excusa de la esfera privada o la duda acerca de la veracidad de las denuncias.

Los denunciados relativizan luego los hechos, aparecen sus defensores de ocasión e intentan hallar algún resquicio que les permita borrar la mancha que amenaza tornarse indeleble en sus biografías.

Una mayoría entonces se escandaliza. Se formulan encendidos pronunciamientos, se condena, se pontifica, se repudia debajo de aquellos dolorosos mensajes en Facebook de las agredidas y nos dejamos seducir por la ilusión de que con solo apretar el mouse del computador, con darle ‘like’ a la frase lapidaria, con colocar emoticones con expresiones de indignación y sumarnos a esta suerte de ‘clictivismo’ estamos haciendo nuestra parte.

En la sociedad de la posverdad, resulta siempre importante no ir en contra de la corriente y pretender estar encima de la ola que surge de cuando en cuando con características de maremoto e inunda Internet. En el camino, muchas personas no saben siquiera de qué se trata ni pretenden saberlo, apenas lo rechazan porque es un caso que está de moda, conscientes de su fugacidad, pues así como apareció también desaparecerá, hasta que otro maretazo cubierto de novedad inunde ese mundo paralelo de las apariencias que obliga a ejercer un supuesto civismo que casi nunca excede los límites del teclado de la computadora.

Pero, ¿es eso realmente solidaridad con las víctimas? ¿Cuánto hacemos o venimos haciendo desde el lugar donde nos encontramos en la sociedad para que, definitivamente, perdamos el vergonzoso honor de ser uno de los lugares más peligrosos en el mundo para las mujeres?

Hay que recordar que las agresiones y asesinatos contra ellas, que ahora llamamos feminicidios, son un problema endémico en nuestro país y que en este momento mismo mientras lees estas líneas, quizás, algún caso similar se está consumando a tu costado entre aquellos ‘contactos’ que posees en la vida real, lejos de la presunta vida placentera que muchas veces pretendemos mostrar en las redes sociales.

Observa bien a tu alrededor pues podrías estar al lado de una víctima. Tal vez tu propia madre, hermana, vecina, amiga, compañera de estudios o trabajo padece, silente, sin desconfiar siquiera que su supuesta normalidad de maltratos y vejaciones constituyen, en realidad, una anormalidad. Que ella no es culpable de nada sino todo lo contrario y que bastaría con un gesto tuyo para no seguir siendo una estadística más ni la próxima muerta que figurará en los titulares de la prensa.

Resulta pues difícil escribir estas líneas sin recordar los múltiples ejemplos de la terrible situación que atraviesan las mujeres en el país, aquellos que si los detalláramos obligaría a extender este artículo a niveles enciclopédicos, corriendo el riesgo de que, incluso, todas las páginas del periódico que tiene en sus manos queden cortas. La vergonzosa abundancia de una sociedad empobrecida por el machismo, la inacción social, la hipocresía y la doble moral.

Si apelamos al argumento histórico, sería imposible negar que existe un ancestral sistema que ha permitido normalizar la violencia contra las mujeres, transformándonos, en no pocas ocasiones, en cómplices involuntarios o testigos pasivos. Se perfila desde los primeros años de vida cuando asignamos roles, reforzamos estereotipos y confinamos a las niñas al lado de la madre para asumir aquellas tareas domésticas que los hombres nunca estamos obligados a realizar.

Esa concepción caduca de que la mujer pertenece al sexo débil y el hombre al fuerte completa ese escenario que sabemos existe porque está escondido como una tramoya. Aquella que permite que el pequeño le pegue a la hermanita sin el adecuado llamado de atención de los padres, pasando por el enamorado que cela obsesivamente a la pareja, el novio que le prohíbe salir sin él, el locutor de radio que se cree con derecho a burlarse de una violación o el esposo borracho que le da una paliza a la mujer para ‘disciplinarla’ porque la comida estaba fría o ella indagó acerca del sospechoso perfume ajeno que olía a infidelidad.

Pero no todo parece ser oscuridad y el aumento de estas denuncias lo atestigua. Ahora hay un mayor número de mujeres conscientes de que no deben aceptar resignadamente esa suerte, que deciden desafiar las normas preestablecidas y hacen públicos sus dramas y reivindican una vida mejor.

A nosotros como hombres y aquellas mujeres que no han sufrido esta situación, nos toca abandonar la declaración grandilocuente y el clic principista para pasar a la acción. Más allá de endurecer las penas para inhibir el delito, se requiere un trabajo colectivo para adoptar medidas preventivas, orientadas en la educación y la enseñanza, que ayuden a entender que nadie, absolutamente nadie, es más o menos porque nació biológicamente distinto.

Solo así construiremos un país donde nos sintamos realmente orgullosos, donde las mujeres no sean víctimas nunca más por su condición de ser quienes son, un país donde se respete la dignidad humana de todas y todos, donde la palabra solidaridad recobre su esencia y sea algo más tangible que un efímero me gusta o me disgusta en una red social.