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El artículo del The New York Times, “You can kill a democracy without a dictator”, del investigador Will Freeman, describe con precisión lo que ocurre hoy en el Perú: un colapso democrático sin dictador, producto de una alianza difusa de intereses políticos, mercantilistas e ilegales que han capturado el Estado desde dentro.
El poder real ya no reside en Palacio de Gobierno, sino en “power brokers” —clanes, congresistas mercantilistas, operadores judiciales y mafias locales— que manipulan leyes, controlan fiscales y blindan corruptos. Se trata de una dictadura sin tanques ni censura formal, pero con poderes paralelos que corroen la institucionalidad y borran la frontera entre legalidad e ilegalidad.
El síntoma moral fue evidente: durante las protestas de 2022 y 2023, más de 50 peruanos fueron asesinados, y hasta hoy no hay justicia ni responsables. Aquellas muertes marcaron el punto de quiebre ético: un Estado que debía proteger eligió reprimir y encubrir. Desde entonces, la violencia se ha expandido como metástasis, y el miedo se ha vuelto parte de la vida cotidiana.
El síntoma económico también es claro. El Consejo Fiscal ha advertido que el populismo congresal está llevando al país al abismo: si continúa la avalancha de leyes clientelistas y pro-gasto, la deuda pública podría alcanzar alrededor del 70 % del PBI hacia 2036, en un escenario de plena implementación de esas normas. Esa deriva no es un tecnicismo: significa menos inversión, más pobreza y menos futuro.
El artículo de Freeman aporta la capa estructural del problema: la libertad puede morir sin un dictador cuando el Estado pierde el monopolio de la fuerza y privatiza la coerción. En amplias regiones del país, mafias administran justicia, cobran “impuestos” y deciden quién vive o muere. El Estado ya no gobierna: terceriza la violencia.
A diferencia de las dictaduras clásicas —Venezuela, Nicaragua o Cuba—, nuestro autoritarismo no se impone desde arriba, sino que se disuelve en redes criminales que gobiernan bajo apariencia democrática. Así, la libertad no muere de golpe: se apaga por zonas. El Perú se ha convertido en un archipiélago de feudos criminales, donde la ley del más fuerte reemplaza al Estado.
Frente a esta decadencia, la neutralidad no es opción. Tampoco basta con indignarse: hay que organizar el poder ciudadano para preservar el sistema que hace posible la libertad.
Necesitamos plataformas cívicas que vigilen contrarreformas y ejerzan presión legítima sobre el Congreso.
Necesitamos cadenas de valor limpias, que rompan toda complicidad económica con las economías ilegales —minería, tala, contrabando, narcotráfico—. Y necesitamos una red de respaldo cívico que visibilice y defienda públicamente a periodistas, fiscales y jueces cuando sean amenazados por cumplir su deber. Sin ellos, la democracia se queda sin defensores.
Freeman cerraba su artículo con una pregunta inquietante: ¿Qué hacemos cuando la libertad muere sin un dictador? La respuesta es clara y urgente: ejercer liderazgo ciudadano, aquí y ahora. Si no reaccionamos, la democracia peruana —ya privatizada por el crimen y el populismo— acabará reducida a una fachada sin rostro, pero con dueños.

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