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Estos días en Lima
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Llegué a Lima hace una semana y me tomó unos minutos reconocerla. Primero, porque el aeropuerto se ha modernizado; y segundo, porque en medio del cielo, que yo presumía plomizo, resplandecía un sol tibio que disimulaba con creces los días de invierno.
Lo primero que hice, como hago siempre, fue detenerme a visitar a mi dentista y a mi peluquero de confianza. En diez años, no he encontrado en Madrid profesionales empáticos a quienes confiarles esas tareas (voy, desde luego, a cortarme el pelo una vez por mes, y a revisarme la dentadura dos veces al año, pero siempre salgo de esos establecimientos descontento, jurando que no regresaré). En Lima, en cambio, dejo que el doctor Jesús se ocupe de mi salud bucal con sus instrumentos, y que el gran Wilber se encargue de mi salud capilar con sus tijeras.
Lo segundo que hice fue reencontrarme con mi madre y mis hermanos y tomar patrióticos piscos sour frente al mar de Miraflores, escenario ideal para desmenuzar recuerdos y compartir novedades. También he aprovechado cada momento libre para reunirme con mis amigos más queridos (todavía me falta ver a algunos) y renovar, en cosa de minutos, una complicidad que felizmente la distancia no ha diezmado. Hasta me animé a volver a la canchita del Hans Christian Andersen para jugar en esas pichangas sabatinas que siguen disputándose con todo coraje, pero en una cámara lenta acentuada por los años.
Lo tercero que hice fue participar en la Feria del Libro, que cada año está más grande y más viva. Una isla de optimismo en medio del desaliento que suele imponerse en este país. Tuve la oportunidad de intervenir en un homenaje a Mario Vargas Llosa y, al día siguiente, presentar la novela de Jeremías Gamboa, El principio del mundo, un tratado sentimental sobre los claroscuros del Perú, una indagación sobre las profundas heridas de la migración andina a la capital, pero también una memoria conmovedora acerca de cómo han operado las fuerzas femeninas en el surgimiento de la identidad y el lenguaje del autor.
Hubo un día, ya no recuerdo cuál, en que caminé a lo largo de varias cuadras de Miraflores, notando drásticos cambios en la escenografía del distrito: farmacias a montones, edificios altísimos allí donde hasta hace poco se encontraban viviendas de uno o dos pisos, casas de apuestas, tiendas al por mayor y menor, cafés, pastelerías, carteles luminosos multiplicándose a lo largo de sendas avenidas, y el ruido general invadiendo el ambiente. El panorama me pareció muy diferente a la última vez que hice el mismo recorrido, hace apenas tres años. O quizá, pienso ahora, Miraflores siempre ha sido así de caótico y ocurre que me he vuelto más susceptible, o más pesimista, o tan solo más viejo.
Rescato otro momento, un gran momento. En un almuerzo con amigos, en el precioso Museo Larco de Pueblo Libre, picoteando un bufete criollo con la precaución de sus setentaisiete años, el escritor argentino Guillermo Saccomanno –premio Alfaguara 2025– disparó anécdotas memorables sobre su pasado como publicista, la rivalidad entre facciones literarias y trotskistas en la Buenos Aires de los años sesenta, su admiración por la poesía de Toño Cisneros, el día en que le robó un beso a la actriz colombiana Angie Cepeda, y las diferencias políticas con su padre, un sastre convertido en escritor que firmaba sus manuscritos con un nombre falso.
Otros reencuentros vitales: compartí cervezas con mi primo Nacho, a quien no veía hace largos años; me topé en la librería El Virrey con mi querido amigo Alonso Cueto, quien viene recuperándose de una operación a la rodilla; y me senté largos minutos en una banca del parque que lleva el nombre de mi abuelo, adonde no iba desde hace al menos un lustro.
Pero quizá el suceso más esperado por mí sea el que ocurrirá mañana, a las 7pm, en el auditorio Blanca Varela de la Feria del Libro. A esa hora, presentaremos la edición conmemorativa de “La Distancia que nos Separa”, la novela que publiqué hace una década, donde cuento la historia del hombre controversial que fue mi padre, donde narro secretos familiares que fui descubriendo en esa larga investigación, pero donde también reflexiono sobre cómo nos tocó y formó (y deformó) la violencia los años ochenta y noventa.
Invito a todos los lectores de esta columna a acercarse mañana a la FIL y acompañarme en este evento que, sobre todas las cosas, es una celebración. Las firmas y el cariño están garantizados.

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