Conocí a Gustavo Gutiérrez a través de su famosa obra “Teología de la liberación”, que leí durante un viaje en ómnibus que hice en 1976 a Tingo María. Viaje largo, por supuesto. Pasé toda la noche y parte de la mañana leyendo su obra y chupando caramelos de limón para el soroche. Cinco años después, pude conocerlo personalmente en una de esas reuniones de destacados intelectuales, la mayoría sanmarquinos, que de vez en cuando organizaba mi padre. Por lo general, a ellas asistían Carlos Cueto, Luis Felipe Alarco, Augusto Salazar Bondy y Leopoldo Chiappo. Pero podían caer otros, como José María Arguedas, Ella Dunbar Temple y María Luisa Rivara de Tuesta. Alonso Cueto y mis hermanos Eduardo y Diego pueden dar fe de esos encuentros.
Pasó el tiempo y nuestra amistad fue más cercana. Recuerdo que participamos en una reunión convocada por los principales promotores del histórico Foro Democrático como César Rodríguez Rabanal, Alberto Borea y Harold Forsyth. En este evento también hablaron Luis Miró Quesada Garland, Gustavo Mohme y Fernando de Szyszlo. Fue allí donde dije que había regresado al seno de la Iglesia gracias a la obra de Gustavo. Al parecer, no le gustó que lo dijera públicamente porque se incomodó, incluso me preguntó con ironía por qué había leído ese libro con tanta altura para mí (se refería al Ticlio y a Cerro de Pasco) y con soroche, cuando pude haberlo leído al nivel del mar. La audiencia se desconcertó con su respuesta. Al terminar el evento me pidió disculpas. No me había ofendido, como él creía, pero era modesto, no le gustaba que hablaran de él y de su obra que nos lleva a reflexionar sobre el rol de la Iglesia y su misión de ponerse al servicio del prójimo, pero preferentemente de los más pobres.
En 1999 nos volvimos a encontrar en Francia. Participamos en un evento organizado por el peruanista francés Roland Forgues para conversar sobre “Europa y América Latina al alba del Tercer Milenio”. Durante el proceso de esta reunión falleció mi suegro Luis Westphalen, un hecho que afectó a mi esposa Ana María, a mi hija Doris, a nuestra amiga Carmen Rosa Balbi y, desde luego, a mí. Fue allí donde apareció el otro Gustavo, el sacerdote piadoso dispuesto a consolar, ayudar y servir a los que sufren, siempre al servicio de los demás. El auténtico y verdadero católico.
Cuando se publicó la primera edición de la “Teología de la liberación”, mi padre escribió un artículo en “El Dominical” que tituló: “De la Biblia de Valverde a la Biblia de Gutiérrez”. Cristo no vino a dominar, sino a liberar por amor y del pecado en todas sus formas. He ahí su grandeza redentora, que Gustavo supo interpretar y difundir.