Aunque hoy parezca difícil de creer, hubo un tiempo en el que era visto con buenos ojos en Occidente. Su imagen era la de un político de ideas liberales que impulsaría la modernización de su país tras el atraso y el aislamiento al que había sido condenado luego de ocho décadas de régimen soviético. Un perfil que, vale la pena aclarar, el propio Putin se había esforzado en construir, asegurando desde su etapa como vicealcalde de San Petersburgo que las políticas económicas de la Unión Soviética habían traído “pérdidas colosales” a Rusia y afirmando que las privatizaciones puestas en marcha tras el desplome del bloque comunista no se revertirían de ninguna manera.

Todas esas expectativas, sin embargo, se hicieron añicos en un juicio que marcó un parteaguas en la historia reciente del país más extenso del mundo y que, por estas fechas, cumple 20 años. El juicio contra.

Jodorkovski no era solo otro de los empresarios que se hicieron millonarios aprovechando el caos que siguió a la caída de la Unión Soviética. Era el más importante de todos. O, al menos, el más rico. Para el 2002, su fortuna personal ascendía a los US$7.000 millones y su empresa estrella, Yukos, producía más petróleo que Kuwait y más gas que Libia. Por supuesto, esto no era del agrado de Putin ni sus hombres, para quienes Jodorkovski se había enriquecido injustamente, con recursos que –sentían– les pertenecían de alguna forma y que le habían permitido amasar una fortuna capaz de rivalizar con el poder político (o sea, con ellos). Pero había algo más. A diferencia de otros magnates que preferían agachar la cabeza ante el presidente, Jodorkovski financiaba partidos de oposición, hacía guiños a la posibilidad de presentarse en las próximas elecciones y llegó a increpar en público a Putin por no tomar acciones ante un posible caso de corrupción.

No pasó mucho tiempo para que el Kremlin iniciara una ofensiva que acabó con Jodorkovski y sus principales colaboradores detenidos por supuestos cargos de fraude y evasión fiscal, mientras su compañía, Yukos, era sancionada con multas impagables que la llevaron a ser desguazada y vendida, por partes, a empresas cercanas al gobierno. El proceso ha sido narrado de manera detallada por la periodista Catherine Belton (en el libro “Los hombres de Putin”), quien da cuenta de la lista de irregularidades que se cometieron, desde la aplicación retroactiva de cargos hasta las presiones a los jueces para que deliberaran tal y como el gobierno quería. Una operación que, además, implicó una delicada puesta en escena en la que Putin trató de hacerle creer al mundo que la acción de la justicia en este caso era técnicamente imparcial y políticamente aséptica.

Como decía líneas arriba, sin embargo, este juicio lo cambió todo. Para comenzar, el proceso demostró hasta qué extremos eran capaces de llegar Putin y los suyos para hacerse con el control de los principales recursos del país, un control que ha convertido a Rusia en un “capitalismo de amigos” en el que ningún empresario tiene éxito sin la anuencia del Kremlin y en el que, por cierto, quienes han sido más beneficiados (o, en otras palabras, quienes más ricos se han hecho) son los amigos de Putin. En segundo lugar, acabó con la reputación de un sistema judicial que luchaba por profesionalizarse y que, a partir de entonces, empezaría a caer en una espiral descendente que lo llevaría a ser la comparsa del poder político que es hoy. Y, en tercer lugar, demostraría con qué facilidad Vladimir Putin era capaz de mentir y de asegurar que no haría tal cosa para, inmediatamente después y sin pudor alguno, llevarla a cabo. Es lo que hizo varios años después, en el 2014, cuando ocupó la península de Crimea tras asegurar que no lo haría o, hace tres años, cuando ordenó la invasión del resto de Ucrania luego de prometerles a sus homólogos europeos que ese escenario estaba descartado.

Hubo, sin embargo, un último aprendizaje, aunque este fue para Putin. En las semanas previas a su arresto, el 25 de octubre del 2003, Jodorkovski pensaba que el régimen no se atrevería a ponerle las manos encima debido a los negocios que su compañía tenía en Occidente (creía que algunos países, especialmente los Estados Unidos, saldrían a defenderlo). El Kremlin, por cierto, sopesaba esa posibilidad, pero bastó que pusiera el dinero sobre la mesa para que empresas de esta parte del globo comenzaran a hacer fila para repartirse las migajas de Yukos. Esas ventas, escribe Belton, le demostraron a Putin que existía “un punto débil crucial en la armadura de Occidente: los intereses económicos siempre acabarían pesando más que las dudas sobre el respeto a la ley y a la democracia”.

Quizás esta sea la razón para entender por qué 20 años después del juicio a Jodorkovski, mientras Rusia se ha convertido en todo aquello que anticipó en esos meses álgidos, el resto del mundo parece no haber aprendido las lecciones.

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