Editorial: Barras mansas
Editorial: Barras mansas
Redacción EC

El , que debería salir en los titulares porque nos da éxitos y alegrías, solo lo logra porque nos depara muertes (y, en general, niveles cavernarios de agresión). La más reciente ha sido la de Bryan Anthony Huamanlazo Cusipuma, un joven de apenas 19 años que pertenecía a un grupo de la barra de y que fue asesinado de un balazo por un integrante de otra pandilla de la misma barra en una disputa por entradas gratuitas al estadio Monumental. 

Desde luego, hay explicaciones sociológicas para comprender al menos las raíces de este tipo de conductas. Sus autores suelen ser jóvenes de familias rotas, en las que, soterradamente o no, se respiran el vacío y la violencia, y que viven presionadas por la escasez de recursos en los más de los casos (aunque no en todos). Las pandillas acostumbran ofrecer a estos jóvenes un sentido de grupo y, a la vez, de identidad (por oposición a las pandillas rivales). Y, desde luego, hoy en día existen pocos lugares con mayor oferta de pandillas a las cuales unirse que las barras (bravas) de los equipos de fútbol.

Ahora bien, de que estas condiciones existan no se sigue necesariamente que la violencia a la que apuntan tenga que estallar. En última instancia, si esta se concreta, es porque puede; es decir, porque no hay nadie con una fuerza mayor que salga a pararla. 

Se supone que por definición ese alguien “con una fuerza mayor” encargado de detener cualquier ejercicio de violencia por parte de un ciudadano (o grupo de ciudadanos) contra otro es el Estado. Él es, por así decirlo, quien tiene el palo más grande y, por lo tanto, también quien (al menos en teoría) tiene el mayor poder disuasorio. Pero claro, en el Perú tenemos la desgracia de que el Estado viene desempeñando su función principal con la mayor ineficiencia, a todo nivel.

Grave como esto último es, no debe ser motivo para desesperar. Hay alguien más que podría tener el interés y los recursos suficientes para evitar que los estadios y sus alrededores se conviertan en la tierra de nadie (o del mejor armado) que hoy en día a menudo son: sus dueños. El problema, por supuesto, es que estos dueños a la fecha no existen, o al menos no en el sentido de personas cuyos bolsillos estén directamente afectados por lo que pasa ahí. Lo que tenemos, en cambio, son unos clubes cuyas directivas se saben a cargo solo momentáneamente y que por lo tanto suelen estar interesadas únicamente en los resultados inmediatos. De ahí vienen las directivas que entregan las entradas gratuitas (como esas que dieron origen a la trifulca que mató a Anthony Huamanlazo) y que incluso ostentan muchas veces dirigentes mafiosos que afirman su poder interno haciendo clientelismo con estas barras. 

Otra sería la historia si los clubes tuviesen detrás a alguien que se jugase su propio dinero en ellos y que, por tanto, velara por su rentabilidad, por su viabilidad a largo plazo y por hacer crecer su inversión. Todo lo cual, desde luego, implica tener espectáculos pacíficos, que no alejen a un gran número de espectadores, disminuyendo con ello la demanda (por ejemplo, familiar) por asistir a estos espectáculos y por lo tanto los precios que se pueden llegar a cobrar para llenar los estadios. Si nuestros clubes fueran sociedades anónimas con dueños velando porque su inversión tenga resultados, las listas de barristas peligrosos que hoy se hacen, por ejemplo, no serían letra muerta, y habría seguridad en los estadios para impedirles el paso (paso para el que, por lo demás, ya no contarían con entradas gratuitas). 

Por otra parte, de más está decir que esta misma búsqueda de rentabilidad chocaría inmediatamente con la actual baja calidad de nuestro fútbol. 

Se dirá que esto es ideología, el mantra de la privatización como panacea. Pero en realidad es simplemente sentido común: la delincuencia actúa mucho más en los espacios públicos que en el interior de nuestras casas porque estas tienen un dueño interesado en invertir para ponerles cercos, muros, perros, alarmas y demás sistemas de seguridad. Por otro lado, existe abundante evidencia empírica internacional de lo que decimos. Un ejemplo emblemático es el de la Inglaterra de los ochenta, donde todos los clubes estaban quebrados y los ‘hooligans’ (las barras bravas británicas) asolaban las ciudades. Entonces el y otros equipos se convirtieron en sociedades anónimas y, en buena medida gracias a las decisiones que comenzaron a implantar (con la ayuda, es cierto, de un gobierno que comenzó a cumplir con su parte), hicieron desaparecer la barbarie del fútbol inglés.

La violencia debería ser la principal razón para llevar a nuestros clubes a volverse sociedades anónimas –como, por ejemplo, lo hicieron la italiana, el y otros equipos chilenos– e incluso cotizar en bolsa. El ojo del amo velará porque marche pacíficamente el caballo y, ciertamente, incrementará sus posibilidades –como sucedió en todos los casos señalados– de llegar a un .