La última encuesta urbana de Ipsos, que publicamos el pasado domingo, trajo consigo una confirmación, de la boca del caballo por así decirlo, de uno de nuestros más graves problemas como sociedad y como democracia. Resulta que el famoso “roba pero hace obra” es una mentalidad estadísticamente comprobable – y a niveles apabullantes– entre nosotros. Un 22% dijo tomar en cuenta, al momento de decidir votar por un candidato, si tiene o no antecedentes de corrupción. Lo que importa es que la autoridad dé resultados; las otras cosas que haga en el camino, no. Es decir, buscamos algo así como un padrino, al estilo Corleone, que mantenga seguro y bien a su barrio, mientras al mismo tiempo va haciendo lo suyo.
Detrás de esta actitud, desde luego, puede haber muchas causas, no necesariamente excluyentes entre sí. Por ejemplo, puede haber una explicación tipo pirámide de Maslow: algo así como que nuestro electorado considere que mientras no tenga resueltas a un nivel razonable sus necesidades más básicas –como la seguridad o el transporte– no puede darse el lujo de estar priorizando bienes que percibiría como menos esenciales: por ejemplo, la probidad de las autoridades (o la propia, en la medida en que uno pueda ser cómplice si, sabiendo de la deshonestidad de alguien, colabora a elevarlo a un puesto de poder).
Una explicación diferente es la de la ausencia de opciones. Es decir, que nuestros electores no tomen en cuenta la moralidad de los candidatos no tanto porque este no sea un valor importante para ellos frente a otros que consideren primordiales, sino porque piensan que el candidato honesto no existe. El alud de políticos probadamente corruptos que elección tras elección son elevados a cargos públicos ciertamente da buenas bases para pensar así. Como también la da el que de los tres ex presidentes vivos, uno esté en la cárcel y otros dos tengan fuertes indicios de corrupción en su pasado.
Este último argumento, por otra parte, se hace todavía más fuerte si se considera que es posible no ser un candidato realmente recto aún si uno no es el autor directo o indirecto de coimas o negociados con dineros públicos. Apañar con el silencio, mirando para otro lado, o con alianzas, a la corrupción es otra manera de quebrar la rectitud. ¿O acaso, por ejemplo, el político que se une a un líder con severos indicios de corrupción porque considera que le conviene para efectos de campaña no está poniendo, en su propia pirámide de Maslow, los votos por encima de la moral?
Aún una tercera explicación puede tener que ver con la informalidad. Una especie de “a mí no me importa lo que ese señor haga con mis impuestos porque yo no pago impuestos”. Igual, claro, se puede querer aprovechar lo que se haga con los impuestos de otro, pero ciertamente los incentivos para sentirlo como un representante son menos fuertes.
Naturalmente, caben varias explicaciones más. Pero una cosa es segura en todas las opciones: esta desvalorización de – o este cinismo frente a– la decencia significa, por un lado, un problema para nuestra democracia. Pocos incentivos hay en nuestra política para que las personas realmente rectas entren en ella si su rectitud, encima de todos los problemas que les va a ganar, no va a suponer punto alguno frente a nadie (o casi nadie).
Por otro lado, el dato también es síntoma de algo más profundo: al menos como sociedad, como proyecto de vida en común, no parecemos tener mucho autorrespeto. O porque creemos que no tenemos de dónde sacar personas a la vez eficientes y rectas, o porque pensamos que la rectitud no existe, o porque no nos importa demasiado el conjunto social, o por lo que fuese, el hecho es que no aspiramos a tener como líderes a personas que podamos realmente respetar. Algo que, por supuesto, hace cada vez más urgente y necesario que haya ciudadanos que, siendo a la vez decentes y preparados, se animen a luchar contra la corriente y a ingresar a la política sin dejar que esta los cambie. Con su presencia y permanencia ellos demostrarían a los peruanos que “democracia representativa” no tiene por qué ser una fórmula que sirva solo para acabar confirmando – o incluso generando– nuestras peores ideas de nosotros mismos.