Mario Ghibellini

La imagen de un ministro contagiado de COVID-19 expresa muy bien lo que ese virus ha hecho finalmente con el gobierno: pasarle por encima. Ordenar la cuarentena cuando se la ordenó era claramente necesario pero no suficiente. El tiempo ganado, como se ha dicho hasta el cansancio, debió servir para realizar compras relámpago de pruebas y equipo médico, mientras paralelamente se afinaban los mecanismos de control del distanciamiento social en los lugares donde la gente se seguía aglomerando (mercados, colas en los bancos, etc.), pero ya sabemos lo que pasó en esos dos frentes. La burocracia, la corrupción y la incompetencia se encargaron de teñirlos con los colores de la derrota.

Ahora el titular de Agricultura, Jorge Montenegro, está infectado de coronavirus –una circunstancia lamentable de la que esperamos se recupere a la brevedad– y eso quiere decir que el enemigo se ha logrado colar hasta el mismísimo centro de comando de las operaciones supuestamente destinadas a combatirlo. La revisión de las actividades que el ministro realizó en los días previos a que diera positivo en el examen de marras, además, ilustran bastante bien la desorientación del gobierno en este punto de la lucha.

—Inspeccionar y supervisar—

El martes 5, dos días antes de saberse que estaba contagiado, el señor Montenegro participó, junto al resto de ministros y el presidente Vizcarra, en la sesión del Acuerdo Nacional que se celebró en el Centro de Operaciones de Emergencia Nacional (COEN). Previamente, había visitado centros de abasto para “inspeccionar” que se estuvieran cumpliendo en ellos las medidas de salubridad dispuestas por la autoridad. Y el sábado 2 había “supervisado”, con su colega de Salud, Víctor Zamora, el cumplimiento de ese mismo tipo de medidas en el mercado San Felipe de Surquillo.

Cuando se refieren a los miembros del Gabinete o al presidente, los verbos inspeccionar y supervisar, como se sabe, aluden a un paseo, con gorro de ocasión y aire de entendido, por algún lugar que preocupa a la opinión pública. El paseo, sobra decir, se realiza en obsequio de la prensa oficial y oficialista; y resulta perfectamente inútil, como sugiere en este caso el hecho de que el funcionario que iba a verificar el rigor con el que se seguían en los mencionados mercados las precauciones contra el COVID-19 terminase infectado.

Sería injusto, sin embargo, señalar al titular de Agricultura como el único integrante del equipo ministerial que, por palabra, acción u omisión (lo de pensamiento está descartado), pone en evidencia las precariedades de esta administración para lidiar con la epidemia. Ahí está también, por ejemplo, la señora Sylvia Cáceres, esforzada responsable de la cartera de Trabajo, que ha anunciado muy suelta de huesos que, hasta el fin de esta crisis, no podrán retomar sus actividades laborales los mayores de 60 años, los obesos y los que padecen asma, hipertensión o diabetes… salvo que sean ministros. Porque, en ese caso, ha precisado, “hay un acto voluntario de servir al país”. Es decir, al cuerno con la igualdad ante la ley. Todo depende, al parecer, del grado de compromiso patriótico del tío o gordito en cuestión y de que lleve, por supuesto, un fajín ajustado a la cintura. Queremos ver, por otro lado, qué van a hacer los entusiastas de esta nueva regulación con las enfermeras, médicos, policías y demás servidores requeridos en esta hora de urgencia que estén un poco entraditos en kilos. ¿A su casa hasta que adelgacen?

Otra intervención memorable de la ministra Cáceres, dicho sea de paso, ha sido la de declarar que el Ejecutivo no observó la ley sobre el retiro del 25% de los fondos de las AFP –a la que se oponía– porque “respeta los fueros del Congreso”. De acuerdo con la lógica que propone, debemos colegir entonces que, al sí observar la que suspendía el cobro de peajes, los atropelló.

—Policías y ladrones—

Las frases centelleantes no escasean tampoco en el sector Interior. Su anterior titular, Carlos Morán, renunció al cargo hace apenas dos semanas y el primer ministro Zeballos, en su habitual castellano de salón, sentenció que lo había hecho por “consideraciones de índole personal, lo cual lo respetamos”.

Acontecimientos posteriores, no obstante, sugieren que fue más bien la confusión de lo personal con lo público lo que estaba causando estragos en el área bajo su responsabilidad. Sospechas de corrupción, en efecto, ensombrecieron por esos días compras y contrataciones de servicios realizadas en la PNP en el contexto de la emergencia. Y poco después, ciertos flamantes nombramientos tuvieron que ser desactivados a paso de polca por razones que se trataron de camuflar. Concretamente, el general Max Iglesias fue cambiado tras solo diez días de haber accedido al cargo de teniente general de la Policía Nacional, y Juan José Santiváñez, jefe del gabinete de asesores del nuevo ministro de Interior, Gastón Rodríguez, no duró ni 72 horas en su puesto.

Rodríguez sostuvo que lo primero obedeció a la necesidad de “darle una profunda oxigenación” al comando institucional (una necesidad que, aparentemente, no era obvia diez días antes) y defendió la efímera designación de Santiváñez (abogado de causas que entraban en abierto conflicto con su nueva posición) alegando que era “un hombre preparado, que tiene cinco maestrías en el extranjero”. Menudo papelón.

Con ministros como estos, en fin, que a pesar de tener la edad o el peso reglamentarios son de alto riesgo, llevó adelante hasta ayer el gobierno la emergencia. Y ahora resulta que con ellos mismos la tendremos extendida.

Aunque solo fuese por el placer de ver que les echan agua, ¿no podremos llamar a los bomberos?


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