(Foto: Archivo El Comercio)
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Adolfo Bazán Coquis

Ya están tranquilos. Han retomado sus vidas, los días con sus hijas, el cuidado de sus animales de granja, la lucha para lograr la legalización del terreno donde viven. Hasta la prensa les ha dado un respiro y solo de cuando en cuando algún periodista los llama. Como ahora. Fin de año. Del año 2017. Del primer año del resto de sus vidas.

Evangelina Chamorro y Armando Rivera están sentados a mi costado. Son minutos de conversación disipada, momentos para pensar y también para llorar. Algunos recuerdos habrán de volver con más nitidez, otros verán la luz por primera vez. Los esposos que sobrevivieron al huaico de Punta Hermosa durante el embate de El Niño costero y que se volvieron –sin desearlo- en símbolo de pura fuerza, de peruanidad, conversan en extenso sobre este hecho que los hizo visibles a un mundo que a veces peca de ceguera.

Ese 15 de marzo, el día que ocurrió el deslizamiento, emerge en sus memorias. La víspera habían celebrado los 10 años de su hija Doris acompañados por su otra pequeña, Deysy, de 5. El día del drama, casi a las 2:30 p.m., habían dejado su casa en Villa Nueva Navarra para ir a alimentar a los animales que criaban. Diez minutos caminando, cerca de un kilómetro a pleno sol, uno entre 40 corrales levantados con precariedad. Gaseosas a la mano, los esposos se aprestaban a pasar una jornada más, como cualquier otra.

"Estábamos haciendo la limpieza –cuenta Evangelina- cuando empieza un ruido, parecía piedra volquetera, una chancadora de piedras para construcción. Primero sentí ruido pero no le di importancia porque los camiones también sacan arena de por allí, hasta que más cerquita escucho la bulla y le digo: ‘¿Qué suena?’. No salí y seguía. ‘¿Pero qué suena?’. Y salgo a ver y había barro por todos lados. ‘¡El huaico!’, le digo y él trata de salir, regreso para agarrar mi celular y la cartera, la llave de la casa, pero él ya estaba parado en medio del lodo y el barro me tapa las rodillas. Regreso al costado del corral, pero el lodo me estaba jalando”.

Ocho chanchos, una vaca y un becerro fueron arrastrados junto a los esposos. Solo se salvaría la Panchita, una cerda que estaba preñada y que luego pariría una docena de lechoncitos. Luego, tendría que ser sacrificada porque algunas heridas nunca sanaron.

“Solo se escuchaba brrrrrrummmmm…, cómo golpeaba el agua, la bulla”, recuerda Armando. “Yo veía chanchos, vacas, por acá pasaba un toro, con la cabecita sacudiéndose. Y ese olor de barro, apestaba a guardado de tiempo, del abono del ganado, como una licuadora, excremento de chancho”, añade Evangelina.

Armando señala que había un palo del cerco que resistía y de este se sujetaron. La mano de su esposa bajo la suya. Aferrados los dos a la vida. “El huaico nos estaba jalando, con el pie trataba de botar los palos que chocaban. Como media hora estuvimos allí, nosotros flotábamos, esto lo tengo en la mente, los pies no llegaban [al piso], y más alto cada vez, pero tantos palos que vienen y el madero se debilitó y se rompió”.

(Foto: Archivo El Comercio)
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“‘Amorcita, hay que tratar de nadar’, le decía a ella. Pero qué se podía nadar, estaba lleno de palos, agua espesa, nos revolcaba, nos volteaba, a nuestro costado pasaba el ganado… me revolcó como cuatro veces, no veía nada, todo estaba borroso, no veía a mi esposa, hasta que como tres cuadras después ella me dice ‘ya no puedo’, pero no le podía contestar”, relata Armando.

“Así como se levanta en el mar la ola, así me tapaban”, rememora Evangelina. “Los palos rozaban por aquí, por allá, me decía yo ‘Diosito, los dos no podemos morir. Por mis hijas, y seguíamos arrastrados”, agrega Armando.

“Yo gritaba, pedía que me auxiliaran porque veía que estaba gente en las lomas del cerro, pedía ayuda, salía mi voz pero apagada. Recuerdo a una escolar, la escuché… Yo iba pegada a un palo grueso, hasta que choca en una curva y hace que me suelte y me bota más al medio. Yo todavía seguía viendo a gente, pero ya el lodo me cegó. ‘Tengo que salvarme, acá tengo que salvarme’, me decía. Ya no lo vi a mi esposo y en mi mente era si él se salvó, estará viniendo, lo van a rescatar por acá… ‘Mis dos hijas, no, tengo que salir’, me decía”, comparte sus memorias Evangelina con emoción contenida.

“Mi caso es similar al de ella, me encontré un palo y me lo puse acá en el mentón, con las manos, para no ahogarme, y así iba, con las olas, pero casi se me va de la mano hasta que en algo se estanca y gira y me bota a un lado. Caigo, pero en una zona espesa. No podía moverme porque mis botas de jebe hasta la rodilla se habían llenado de barro; no tenía polo, estaba roto, tenía medio cuerpo enterrado. Seguía el huaico, me cubría la cara, me tapaba, no podía moverme, me estaba enterrando y no veía nada, me ardían los ojos. Hasta que oigo una voz joven: “tío, dame la mano, dame la mano”, y borroso veo que estaba metido un muchacho, pero no me pudo jalar, y vino otro y entre los dos me jalan. Así me salvaron. En ese momento yo gritaba ‘¡Amorcita, tú puedes, sálvate!’, y cuando salí, pisé tierra dura, los abracé fuerte y caí. De impotencia lloré mucho, mucho lloré”.

Armando se quiebra por algunos segundos, toma aire y, casi resignado, lanza un pensamiento en voz alta: “Yo no tengo un video”. No es un reproche, pero acaso sí una invitación para que recordemos que él también fue víctima de la naturaleza, un sobreviviente como Evangelina.

Ella sigue con el relato y más recuerdos. “Mi pelo estaba amarrado, como siempre con cola, y me vencía el peso, para el costado, todo esto era lodo –dice mientras se acomoda su frondoso cabello negro-, como si fuera un bulto espeso”.

“Como un remolino me llevó hasta debajo del puente, sentí que me daba toda la vuelta, y he visto el container, y allí es donde la cámara me poncha, cuando salí… me hundía, un palo me aplastaba, trataba de empujarlo con el codo, ‘mis hijas con quién se quedan, Señor dame fuerzas para salir’, hasta que salgo y recuerdo que unas personas me decían ‘señora, tú puedes’. Un palo se pegó a mi pie, traté de empujarlo y recuerdo que hice un gesto con la mano: no tengo fuerzas, ya. Di dos pasos y de ahí no sé quién me cargó”.

Evangelina fue atendida en la posta de San Bartolo y luego internada en el Hospital María Auxiliadora a las 6:38 p.m. Milagrosamente, solo había sufrido erosiones y hematomas, ninguna fractura. Arrojó lodo varias veces durante el tratamiento. No hubo que poner puntos. Al día siguiente se reencontró con Armando. Él había llegado a las 11:02 p.m. Lloraron y agradecieron a Dios. En ese momento, la imagen de Evangelina, la dama del lodo, ya había dado la vuelta al mundo gracias al video que grabó Christian Hidalgo, un vecino de Punta Hermosa.

“Esta es una oportunidad de vida, lo importante es llevar a Dios en el corazón”, resaltan los esposos, que profesan los Evangelios.
“¿Y cómo se conocieron?”, pregunto con curiosidad antes de irme. “Eso no se dice, es muy privado, es el único secreto que tenemos”, remarca Armando. “¿Y cómo se llaman de cariño entre ustedes?”, insisto.

- “Yo le digo amor, pero ella por ratos me dice Rivera, ‘oye, apúrate Rivera’”.
- ¿Y sabe cómo él me dice? Me dice Doris, como a su hija. ‘¿A quién quién llamas: a Doris grande o chica?’, le respondo. ‘A ti, pues, la mayor’”.
Y los dos ríen, con ganas, con sinceridad. Con la calma compartida.

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