Todo empezó hace poco más de cinco siglos. Una confundida excursión de europeos perdidos llegó por accidente a lo que ahora conocemos como América y cambió la historia del mundo para siempre. El paso más significativo del proceso de globalización fue el primero de Colón sobre estas tierras y, a partir de ese momento, la revolución gastronómica más importante desde la agricultura.
Tras los pasos de Colón llegó el limón de los cebiches, la influencia árabe de los turrones, el jamón de las chicharronerías pero también el chocolate a Bélgica, los tomates a las salsas italianas, los ajíes a Asia y las papas a las tortillas españolas. Entre ríos de sangre y tinta, se impusieron unos pueblos sobre otros y unos sabores y técnicas sobre otras, en un proceso salvaje que, lejos de amortizarse, sigue en imparable evolución.
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Pienso en la violencia sistémica de la corona española sobre la mayoría de los pobladores de sus colonias, pero también en las guerras de la independencia, mientras veo en las redes que un puñado de manifestantes ha salido a marchar con la bandera de la cruz de Borgoña, para defender el monumento a Colón, un monumento que nadie atacó, pero que como todos los del crucial personaje en el mundo, resulta cuando menos problemático en tiempos de revisionismo express, cargados de críticas pero muchas veces sin sentido crítico. Destruir parece importar más que conciliar u otorgarle un significado integrador a lo que existe, que solucione las discrepancias existentes.
Se me vienen a la cabeza las palabras de un amigo español, que respondía a los reclamos de cinco siglos de otro amigo peruano, principalmente, por la extirpación de idolatrías y los sistemas esclavistas y de servidumbre durante la colonia, heredados en la república, y decía, aún persistentes hasta hoy: “Pizarro es más tu abuelo que el mío”, respondió, dejando claro que tenemos que encontrar una manera de lidiar con nuestros antepasados, y de resolver los conflictos que hubieran podido generar, por más incómodos que nos resulten. Somos hijos de un matrimonio pésimo, que acabó a balazos en la comisaría.
Pienso esto mientras me sonríe un ceviche. En el que debería ser un día decididamente gris, ha salido el sol en el cielo y en el plato. Hace más de cinco siglos, pescadores de una Lima que no se llamaba Lima, comían pescado aprovechando las cualidades antibióticas del ají. Si buscaron acidez, que no lo tengo claro, tal vez pusieran tumbo, me dicen la imaginación y el recuerdo de una lectura antigua. El plato podría haber evolucionado con el añadido de naranjas agrias, una adaptación de los cítricos españoles al clima de estas tierras, y debe haber sido rebautizado con la palabra mora para escabeche o una derivación similar del árabe o el persa, si uno le cree a esa teoría sobre el origen del vocablo. El paladar híbrido –una mezcla todavía incipiente de influjos europeos, africanos y de ancestros de aquí–, debe haber preferido una cocción larga, como la de los escabeches con los que se preservaba el pescado. Con el tiempo, el limón del norte llegó a la capital. Una nueva migración también motivada por el hambre, esta vez de los japoneses a un Perú púber pero independiente, impondría la valoración del producto fresco y acercaría el ceviche peruano al sushi, al servirlo marinado a la minuta, casi crudo. Luego vendrían las infinitas variaciones y derivaciones: el cristalino tiradito, el cebiche a la huancaína, el que lleva vino blanco, el que más te guste, el que quieras, el que toca el cielo, que también aquí es el límite.
Masticando, casi rumiando, constato que hay monumentos que todos disfrutamos, puntos de encuentro construidos con los gritos de dolor y de placer de nuestros antepasados. En la cocina, los ingredientes dialogan y el tiempo hace su trabajo. La idea es encontrar el equilibrio, el punto medio, el consenso. En la buena mesa del siglo XXI el mejor ingrediente es el diálogo entre diversos, incluso opuestos, y tal vez sea hora de que empecemos a reconocerlo en todas partes.
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