"Recuerdo que de niña compartíamos un ritual maravilloso y espléndido que consistía en ponerme por delante de él y sincronizar el movimiento de nuestras caderas hacia un lado y hacia otro, para bailar". Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal)
"Recuerdo que de niña compartíamos un ritual maravilloso y espléndido que consistía en ponerme por delante de él y sincronizar el movimiento de nuestras caderas hacia un lado y hacia otro, para bailar". Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lorena Salmón

Mi padre llevó bigote la mayor parte de mi vida. Aún recuerdo el impacto que me generó cuando decidió afeitarse aquel signo distintivo de su persona. De un ‘gillettazo’ pasó a convertirse en otro hombre, uno completamente ajeno.

La sensación de extrañeza duró unos días, mientras redescubría su rostro limpio de vello facial: sus ojos azules hermosos y encantadores –quienes hayan conocido a mi padre en su juventud no podrán negar que fue, y sigue siendo, un absoluto galán–, su boca chiquita y su cicatriz en la quijada de aquella vez en la que se enganchó con un cerco con púas. Según allegados y conocidos, Jorgito era un terrible.

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Jorge Luis Salmón Villarán nació un 18 de septiembre de 1954. Fue el último de cuatro hermanos (dos mujeres). Virgo de signo, abogado de profesión, esotérico de corazón –aunque lo niegue–, relacionista público en sus momentos de ocio, apasionado sibarita y buscador de rincones de comida.

Desde que llegó a esta dimensión fue la adoración de su madre, mi mamita, que está a punto de cumplir 95 años. Él y mi mamá se conocieron siendo aún chiquillos y se casaron jovencitos. A sus 27 lo convertí en papá.

Recuerdo que de niña compartíamos un ritual maravilloso y espléndido que consistía en ponerme por delante de él y sincronizar el movimiento de nuestras caderas hacia un lado y hacia otro, para bailar. Tengo una foto, una solo foto, en la que mi mamá logró captar ese momento tan personal de nuestro vínculo. Cada vez que la veo aún puedo vernos a ambos sin temor al ridículo, siendo libres, bailando.

Nunca hemos hablado mucho sobre lo que somos y sentimos, pero tampoco ha sido del todo necesario. A pesar de ser un excelente orador y gran narrador de historias, su contención viene en un formato diferente del de las palabras. De hecho, mi pasión por las letras viene de él y las colecciones de enciclopedias de historia que rebuscaba los sábados para contarnos, a mí y a mi hermana, cómo la humanidad había trazado su camino. Le encantaba en especial contarnos acerca de la familia Romanov y su trágico final. También acerca de la cultura egipcia y sus magníficas creaciones imposibles de creer, que fueron hechas por la mano humana.

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Si pensara en algún razgo que lo distinga es que su compromiso hacia la familia es de una lealtad inquebrantable. Esa costumbre de ofrecerse, de estar ahí para quienes lo necesitan, es quizás una de las cosas que más admiro de él.

Haber desarrollado empatía ha sido algo aprendido y se lo debo a mi papi.

Le debo haber descubierto a Condorito, gran refugio de los días tristes. Lo comencé a leer cada vez que faltaba al colegio porque me sentía mal, y mi papá me traía cómics.

Le debo los desayunos de mercado, donde tomábamos siempre unos grandes jugos, así como los desayunos de mixto completo que hacía con una maestría admirable en la cocina, y solo en ocasiones muy especiales.

Le debo cada incursión a sus rincones culinarios favoritos, que me compartía con ilusión de niño (bueno, en realidad mi papá es un niño aún).

El primero y más importante, la pastelería Italo, en Salaverry, Magdalena. Esquina gloriosa de chicha morada insuperable y empanada de carne como ninguna.

Uno de sus sueños siempre fue poner un pequeño café. Lo hizo, en La Molina, a una cuadra del famoso restaurante El Gato. Lo ubicó en una esquina y le puso de nombre L’Angolo. Fue efímero pero, a pesar de sus intentos fallidos, jamás se ha dado por vencido. En nada.

Ni siquiera conmigo. Hemos tenido batallas, hemos intentado convencernos de pensar como el otro piensa, pero también nos hemos dado cuenta de que nuestras diferencias son de forma, porque, en el fondo, somos lo mismo. Me reconozco en ti y quisiera algún día, ojalá, llegar a tener algo de tu grandeza. //

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