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La gran redada de 1926: erradicación de las apuestas en el teatro chino del jirón Cangallo de Lima
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En el Perú de fines del XIX y comienzos del XX, el juego de azar era visto como una amenaza al orden moral. Las autoridades lo asociaban a la vagancia y decadencia, y lo perseguían con ahínco. El Reglamento de Moralidad Pública de 1877 lo decía claro: quien jugaba o bebía en exceso, era un vago más. Aunque populares entre ricos y pobres, las casas de juego eran señaladas como focos de corrupción social. Para la élite, el juego destruía familias y fomentaba la ociosidad. Y entonces vinieron las redadas. A mediados de los años 20, la Policía irrumpía en los salones clandestinos con listas, palos y órdenes. Las cartas volaban, los dados rodaban por el suelo, y los jugadores eran arrestados. Era la guerra contra el vicio. Y no tenía cuartel.
Durante décadas, el Estado peruano libró una batalla desigual contra el juego de azar. Desde el Código Penal de 1862 hasta el Reglamento de Moralidad Pública de 1877, las leyes caían con fuerza sobre jugadores y administradores de casas de juego. Pero mientras la norma los perseguía, el juego florecía en la sombra, alimentado por la corrupción y la mirada cómplice de muchas autoridades.
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En 1879, se permitió la intervención de los concejos provinciales; sin embargo, para 1894 el propio prefecto de Lima admitía la derrota: eliminar el juego era imposible. Propuso entonces regularlo, buscando mitigar sus efectos. En barrios como Capón, Mercaderes o San Juan de Dios, el azar era parte del paisaje.

En 1900, el Estado ya estaba cobrando licencias para permitir su funcionamiento, al mismo tiempo que la prensa lo acusaba de hipócrita, pues legalizaba en los hechos lo que prohibía en el papel, indicaba la investigadora Fanni Muñoz Cabrejo en su libro del 2001: “Diversiones públicas en Lima (1890-1920): la experiencia de la modernidad”.
Esta doble moral se arrastró hasta bien entrado el siglo XX. Incluso con la nueva Constitución de 1920 —impulsada por el presidente Augusto B. Leguía— que condenaba tajantemente el juego y ordenaba cerrar los locales, la práctica seguía viva.
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LA CASA DE APUESTAS SECRETA QUE LA POLICÍA DESMANTELÓ EN 1926
El 4 de mayo de 1926, las páginas de El Comercio relataron un episodio digno de una “novela negra” en los Barrios Altos de Lima. La Policía, tras una investigación sigilosa, irrumpió en una casona de la calle Rastro de la Huaquilla, una arteria antigua y misteriosa, encajada entre bodegas, talleres artesanales y viviendas humildes, en la primera cuadra del jirón Cangallo.
La fachada del lugar era, a simple vista, inocente: un supuesto teatro llamado “Delicias”, que prometía noches de entretenimiento para la clase popular y la comunidad asiática de la zona. Pero tras el telón y las butacas, se escondía otra función del local: un salón clandestino de juegos de azar y un fumadero de opio, donde el humo espeso y las apuestas se mezclaban en la penumbra.

El ambiente era denso, cargado de secretos y murmullos en lenguas extranjeras. El negocio, como muchos de su tipo en la Lima de entonces, era regentado por ciudadanos de origen asiático, quienes habían hecho de estos espacios un refugio para sus costumbres y, también, para actividades al margen de la ley.
Bajo el manto de la madrugada limeña, la redada policial se desplegó con la precisión de un golpe ensayado. El silencio de la calle Rastro de la Huaquilla se quebró de pronto: el eco de las botas y los gritos de mando retumbaron entre las paredes centenarias, desatando el pánico entre los ocupantes del teatro “Delicias”.
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Los encargados y los asiduos del local, curtidos en el arte de la fuga, no dudaron en lanzarse a la carrera, trepando por los techos y deslizándose entre las sombras, como espectros que conocen cada rincón y cada escape del barrio. La escena, recogida por los cronistas de la época, revelaba una Lima de doble rostro: una ciudad que, bajo la apariencia de progreso y orden, ocultaba un entramado de ilegalidad y resistencia, donde el juego y el opio tejían una red secreta en el corazón mismo de la urbe.
El teatro “Delicias” no era ajeno a la mirada atenta de la autoridad. La Policía investigaba el local desde hacía tiempo, sabiendo que tras su fachada de entretenimiento se ocultaban actividades prohibidas por la Constitución: los juegos de azar y el consumo ilegal de opio. Las incursiones contaban con el respaldo legal necesario y, en más de una ocasión, la Prefectura de Lima había apoyado las intervenciones en ese “local teatral”. Sin embargo, la astucia de sus regentes y la complicidad del barrio hacían de cada redada un juego de sombras, donde la ley y la clandestinidad se enfrentaban en una partida siempre inconclusa.

La calle Rastro de la Huaquilla era, para la Policía de los años 20, un verdadero punto rojo en el mapa de Lima, un foco de peligro y reincidencia que exigía vigilancia constante. En la madrugada del lunes 3 de mayo de 1926, al ingresar, la Policía tuvo que sortear un verdadero laberinto de cuartos, pasadizos ocultos y recovecos diseñados para confundir a cualquier intruso. Finalmente, llegaron a los camarines y habitaciones en el fondo del local, donde el “juego de azar” se desplegaba con total impunidad, como un rey en su trono clandestino.
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Aunque muchas personas fueron detenidas durante la redada policial, la cifra pudo haber sido mucho mayor de no ser por la férrea resistencia de un grupo de guardianes. Estos “guardianes especiales” no solo alertaban a sus patrones sobre la intervención inminente, sino que se enfrentaron físicamente a los agentes, usando la fuerza de sus brazos y piernas para impedir una entrada rápida y sorpresiva.
No solo ellos protegían el local: una red de guardianes vigilaba con celo las salidas de escape, la zona donde se controlaba el alumbrado eléctrico y cada rincón donde resonaban los timbres de aviso. Gracias a esta estructura de vigilancia y alerta, los dueños y administradores lograban escabullirse con una destreza casi cinematográfica, saltando de techo en techo o desapareciendo entre las sombras antes de que la Policía pudiera atraparlos. Una escena que revela la complejidad y el peligro de enfrentar una red bien organizada, donde cada movimiento estaba calculado para burlar la ley y mantener el “negocio” a salvo.

Lo que ya no sorprendía en 1926 -y se observaba desde el siglo XIX- era la presencia entre los intervenidos no solo de personas de origen asiático sino también de “varios peruanos que tenían las mismas ansias e iguales emociones de vislumbrar la fortuna” (EC, 04/05/1926).
El “teatro chino” era, en efecto, el disfraz perfecto para ocultar la verdadera naturaleza del lugar. Sin embargo, los amos del juego no contaban con que la renovada Guardia Civil de la “Tercera compañía” había preparado un meticuloso plano del interior de la finca. Ese plano fue clave para que los agentes no se perdieran en el laberinto de cuartos y pasadizos, permitiéndoles actuar con precisión quirúrgica en medio de la oscuridad.
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La mayoría de los concurrentes eran chinos, aficionados al popular juego de “pacapiú”, un juego de dados que se lanzaban sobre un tallador colocado en un tapete dividido en cuatro zonas, marcadas con las letras S (suerte) y A (azar). Esta especialidad de la casa, según relataba El Comercio el 4 de mayo de 1926, también se practicaba en las casas de juego del Callao, consolidando su arraigo en la comunidad asiática local.
Otro pasatiempo muy popular entre los habitués del local del Rastro de la Huaquilla era el “Tankao”, un juego de azar con cartas de origen chino. Introducido en varios países latinoamericanos por las comunidades migrantes, el Tankao se convirtió en un clásico en los garitos donde la comunidad china se reunía, especialmente en zonas urbanas con fuerte presencia de estos migrantes. En ese local de Barrios Altos, las apuestas corrían a diario.

JIRÓN CANGALLO: LOS PROTAGONISTAS DE LA INTERVENCIÓN POLICIAL
El cerebro detrás del operativo fue el Teniente Rodó, comisario de la zona, quien diseñó la estrategia que ejecutaron con precisión los “vigilantes” y “cabos” de la Guardia Civil, bajo el mando del oficial segundo de investigaciones de la Tercera Compañía, Manuel Palavicini. A las cinco de la madrugada del 3 de mayo de 1926, la intervención policial comenzó en medio de la oscuridad y el silencio expectante. (EC, 04/05/1926)
Los primeros en actuar fueron los agentes Martínez, Cavero y Montes, encargados de asegurar las puertas de escape que daban a la calle de la Huaquilla y al Carmen Bajo, mientras tomaban control del lugar donde se encontraban las llaves del alumbrado eléctrico. Este movimiento estratégico tenía un objetivo claro: impedir que los dueños o administradores del local cortaran la luz y frustraran el operativo.
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Los chinos encargados intentaron desviar la acción policial alegando que solo ofrecían un “espectáculo teatral”, pero la Policía sabía que la función había terminado a las dos de la madrugada y que el público se había retirado horas antes. Con el plano del local en mano y siguiendo cada pasadizo sin perderse en el laberinto, los guardias lograron llegar hasta los “cuartos de juego”, donde detuvieron al grupo más obsesionado, aquellos capaces de pasar la noche entera en esas butacas minúsculas lanzando dados o cartas.
Era un grupo reducido, casi en su totalidad de origen asiático, pues la mayor parte de la clientela diversa que frecuentaba el teatro “Delicias” llegaba entre las siete y las once de la noche. Así, la madrugada limeña fue testigo de un golpe certero contra una red clandestina que parecía intocable, pero que finalmente sucumbió ante la determinación y el ingenio policial.

La sorpresa policial dejó estupefactos a los jugadores que esperaban turno en las mesas de juego. “Algunos trataron de protestar, pero no pudieron hacerlo ante la inminencia y flagrancia de la falta”, relataba El Comercio en su edición del 4 de mayo de 1926. Los encargados de las salidas y los “botones eléctricos” quedaron rápidamente controlados por los cabos y vigilantes de la Guardia Civil, cerrando cualquier posibilidad de fuga o sabotaje.
La requisa realizada ese lunes 3 de mayo en el teatro “Delicias” fue exhaustiva y reveladora. Se incautaron cajas nuevas de madera fina, elaboradas en ébano y malaca, donde se almacenaba la gran cantidad de fichas que sustentaban el negocio clandestino. Además, “los números del pacapiú fueron asimismo decomisados”, dejando al descubierto la maquinaria lúdica. En total, la Policía confiscó cerca de 200 instrumentos de juego, junto con más de “cien soles” hallados sobre las mesas, evidencias contundentes para las autoridades limeñas de los años 20.
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Entre los detenidos figuraban tanto ciudadanos peruanos como chinos: Héctor López, Antonio y Santiago León, Artemio Laos, Carlos Lygon, Senin y Roberto Wong, Sileo Sint, Hong Lang, Emilio Tong, Julio Chang, Son Ching y So Yen Jam, entre otros. Una lista que reflejaba la diversidad y el alcance de esta red ilegal. (EC, 04/05/1926)
Tras requisar los utensilios de juego y detener a los implicados en las “zonas de azar” del teatro chino, los agentes policiales profundizaron su inspección en otros compartimentos del local. Allí encontraron a varios asiáticos consumiendo opio en grandes pipas, una práctica que, aunque tolerada por las autoridades, estaba sujeta a estrictas regulaciones: solo los establecimientos que contaran con una autorización oficial y hubieran pagado el impuesto correspondiente podían permitir su consumo legalmente.

El teatro, ubicado en la primera cuadra del actual jirón Cangallo, en el Cercado de Lima, carecía de este documento legal, por lo que la Policía procedió al decomiso del opio y de todos los utensilios relacionados con su consumo, en cumplimiento de la ley vigente.
El Comercio de 1926 destacó la eficacia y el valor del equipo policial encargado de la intervención, calificando la acción como parte de una “labor de saneamiento moral” que buscaba erradicar prácticas ilícitas que socavaban el orden público. (EC, 04/05/1926)
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Todo lo requisado, desde los instrumentos de juego hasta el opio, junto con las personas detenidas, fue trasladado a la Inspectoría General de Investigaciones. Esta fue la primera intervención oficial en ese local, que hasta entonces había mantenido la apariencia de una sala de espectáculos teatrales chinos.
Sin embargo, las sospechas y denuncias acumuladas llevaron a la Policía a descubrir la verdad oculta: el teatro era solo una fachada para actividades ilegales que combinaban el juego de azar con el consumo de opio. Un escenario clandestino que, pese a esta redada, continuaría operando en Lima durante varios años más.

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