Las Vegas, Ciudad del pecado, principios del siglo 21. Acompañando a Michael Jordan en de unas de sus excursiones a la discoteca del casino, inseguro sobre como acercarse a las chicas del lugar, el joven le pregunta al Tótem del baloncesto mundial que es lo que debía decirles. Con la misma precisión reactiva con la que decidía partidos en la NBA Michael le respondió:
- Empieza por contarles que eres Tiger Woods. Ellas harán el resto.
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“Lo que más odia Dios después del pecado es la tristeza, porque te predispone a pecar” escribió San Agustín en una de sus apologéticas. Teniéndolo todo, el mejor golfista del planeta estaba lejos de amar su vida.
En manos de Mathew Heineman, “Tiger” el documental que ha estrenado HBO asoma imprescindible en estos días de pandemia. El retrato que hace del deportista importa en la medida que ayuda a comprender mejor al hombre. No juzga, se hace preguntas, expone los hechos y luego deja que el espectador observe e hipotetice. En el camino revela aspectos poco conocidos de la leyenda.
Lo llamaron Tiger en honor a un soldado caído en Vietnam. Earl, su padre, cuenta que jamás hubiera sobrevivido en Nguyen Phong sin su ayuda. Tras su retiro del ejército, el señor Woods, dedicó la mayor parte de su tiempo, a practicar golf en el club de veteranos de la armada. Desde que nació Tiger, estuvo expuesto al juego. Cogió su primer palo a los ocho meses y a los dos años ya era presentado en programas de televisión como un prodigio. Un Jack Nicklaus en ciernes.
Sin la rigidez del padre de Agassi que obligaba al pequeño André a pegarle a la pelota desde que nació, pero con el mismo nivel de determinación, Earl y Tilda, los padres del potencial fenómeno se aseguraron que en la rutina diaria el golf siempre tuviese espacio. Su maestra de escuela comentó que no le estaba permitido practicar otros deportes.
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Al percatarse del talento inusual que tenía su hijo, su padre, no solo avizoró la fortuna que amasaría, sino que casi desvariando lo conminó a convertirse en una especie de eslabón perdido entre Ghandi y el Dalai Lama.
“Perdónenme, pero a veces me pongo muy emocional hablando cuando hablo de él. Mi corazón se llena de alegría cuando me doy cuenta a toda la gente que va a ayudar. Va a trascender el juego y dar a conocer al mundo un humanitarismo como nunca antes se ha visto” dijo cuando Tiger fue galardonado con el Haskins Award en 1996.
Como si no hubiese sido suficiente con el discurso mesiánico, agregó entre lágrimas de orgullo “El mundo será un lugar mejor gracias a su existencia. Úsenlo sabiamente”. Con ese nivel de expectativas es casi imposible dar la talla. Tiger era una máquina de ganar, pero se sentía terriblemente solo.
La sexopatía que aceptó y por la que públicamente pidió disculpas excedía lo meramente físico. Muchas de las mujeres con las que se involucró terminaron con el corazón roto. Aseguran que el vínculo con ellas se convirtió en emocional. Mientras tanto en casa Elin Nordgren, su bellísima esposa, criaba a sus hijos y sospechaba.
Tiger había dejado de vivir las experiencias que muchos adolescentes tienen en esos años. Su oficio en ese tiempo consistía en perfeccionar sus tiros. Ya mayor, y con dinero y fama, trataba tristemente de recuperar parte de la juventud perdida en los brazos de mujeres a las que les pagaba por un poco de afecto. Para peor, su cuerpo empezó a pasarle factura y las lesiones a hacerlo sufrir.
Luego el cáncer se llevó a su papá, su esposa le pidió el divorcio y se convirtió en adicto a los tranquilizantes. Fue arrestado manejando bajo la influencia de varios narcóticos. Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Los expertos coincidieron “Su carrera llegó a su fin. Está terminado”
Como si no bastaran las desgracias, tuvo que someterse a varias cirugías para superar el dolor físico. Y a varias terapias para combatir las adicciones y las heridas emocionales.
Contra los que se pensaba, sus fanáticos lo vieron regresar. En 2019 once años después de haber ganado su último torneo grande Tiger, contra todo pronóstico, volvió a hacerlo. Astrológico Nick Faldo, una de las glorias del deporte, manifestó que “los ciclos solares son cada once años, y que, tal vez el sol del golf ha regresado a reclamar lo que siente suyo”.
Lo mejor de todo es que ahora Tiger ha hecho las paces con su deporte. Ya no quiere aplastar a sus rivales como antes, confraterniza con ellos. Se le ve feliz. Ha tenido una segunda oportunidad y está genuinamente agradecido.
Que le dure.
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