[Fotoilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel

Esta campaña a la alcaldía de Lima es la más pobre en décadas. Es mucho decir. No es una cuestión de presupuesto, sino de ausencia de ideas acerca de qué hacer con una ciudad desbordada y feroz. El problema aumenta si de urbanismo pasamos a gestión cultural. Ahí simplemente nos encontramos ante un desierto, uno desprovisto de belleza. Los candidatos tienen déficit hasta de buenas intenciones. Estos son sus planes para el sector.

Renzo Reggiardo. Genérico hasta la insignificancia, su cuadro-resumen (llamarle plan sería una exageración) propone realizar juegos florales, una acción que equipararía su gestión con la de un colegio de Adecore. También busca aprobar una ordenanza que establezca “los lineamientos base para la gestión cultural y formación de la identidad”. Resulta cómico que Reggiardo crea que la identidad se forma con dispositivos municipales, pero vaya uno a saber qué significa esa frase. Quizá sea suficiente para entender la relación que Reggiardo tiene con la cultura que varios subcapítulos se presentan con títulos castizos como “Dimención [sic] económica” y “Dimención [sic] ambiental”. No asusta su horror por la ortografía, sino que este sea consistente con su perfil.

Ricardo Belmont. La parrilla íntegra de su canal de televisión es, desde hace una década, una carta de presentación suficiente como para evitar cualquier tipo de atención. También, el estado en que dejó a la capital cuando le tocó administrarla y su reciente xenofobia. Pero si aun así un valiente explora el documento que presentó al JNE, de entrada encontrará este galimatías en mayúsculas: “LA CIUDAD DE LIMA ES LA EXPRESIÓN DE LA HERENCIA Y SÍNTESIS DE SU HISTORIA Y DE LA CONTEMPORANEIDAD DEL PERÚ [sic]”. Como anestesia a tanta filosofía, el Hermanón propone realizar circuitos turísticos por las huacas limeñas. Acto seguido, en el llamado “Plan general de cultura para el gobierno de Lima” propone un eslogan: “Lima, ciudad de productos culturales”. No hay, a la fecha, voluntarios que se animen a descifrar tamaña opacidad.

Daniel Urresti. El militar es práctico y opta por unir cultura con educación, como lo hace la mayoría de políticos que no desea profundizar en aquello que desconoce. Al respecto, promete crear centros de captación y liderazgo, lo que destila cierto resabio castrense, así como vacaciones útiles. Eso.

Enrique Cornejo. El excompañero posee el documento más nutrido y algunas de las propuestas más osadas, como crear un “folklódromo [sic]” a lo largo de la avenida Brasil que, durante tres días (!), dé cobijo a un desfile de danzas típicas. Si la parada militar ya es problemática y ocurre en feriado, cuesta imaginar las consecuencias de este carnaval en el tráfico limeño. Fuera del exotismo, y del despropósito que alguien tan mal relacionado con Odebrecht posea tanta inspiración brasileña, Cornejo sí contempla medidas plausibles: incorporar Lima a la ruta del art nouveau, reponer la Bienal, repotenciar el FAEL, lanzar un plan lector en colegios y reabrir el teatro Segura.

Humberto Lay. El pastor va más preocupado por reestablecer los valores familiares como antídoto ante la inseguridad que en proponer políticas culturales concretas. A pesar de ello, es posible rescatar de su programa la idea de crear bibliotecas itinerantes, aunque ello se debería hacer en coordinación con el Sistema Nacional de Bibliotecas. El problema con el pastor Lay es que la pregunta inevitable sería cuáles son los libros que promovería y cuáles no. Y ante esa duda se abre un abismo de fe: ¿para el líder evangélico cuál es la frontera entre religión y civismo?

Alberto Beingolea. El pepecista propone convertir a Lima en un “hub cultural [sic] de América del Sur”. Pasando por alto lo innecesario que es importar un término aerocomercial para expresar modernidad, Beingolea propone reestructurar las subgerencias de cultura (pero no dice para qué), apoyar tres eventos icónicos (no dice cuáles), realizar intervenciones artísticas “en las inmediaciones” de los eventos deportivos de los Juegos Panamericanos (como si estuviéramos holgados de tiempo y recursos) y promover las industrias culturales a través de fondos concursables (pero no explica cómo se financiarán). Beingolea sufre de adanismo; su plan, de retórica.

Esther Capuñay. Su documento es la simple suma de todas las acciones, aventuras, sueños y lugares comunes que se le puedan ocurrir a alguien. Entre los delirios que destacan figuran algunos especialmente risibles como la creación de parques temáticos, un plan llamado “Cultura para la alegría” y la difusión del hip hop. Casi ahogada en este mar de excentricidades y voluntarismo, sobrevive una idea que ojalá alguien se anime a implementar: cine al aire libre en los parques zonales.

Jorge Muñoz. No comentaré las propuestas culturales del candidato de Acción Popular porque su campaña, plagada de prejuicios y teñida de clasismo, funciona como una confesión de parte que se debe rechazar. Muñoz invita a imaginar un lugar llamado “Limaflores”, y en ese salto ficcional insulta a la gran mayoría que busca representar y, de paso, avergüenza a los vecinos a los que hoy dirige.

Luis Castañeda Pardo. Su desprecio por la cultura es franco: apenas la menciona. Y cuando lo hace produce estas joyas: “Priorizar la cultura del respecto [sic] al peatón” y “Fomentar en la ciudadanía la cultura de los buenos hábitos alimenticios”. Hay herencias que son, en el fondo, presentes griegos.

La idea de que un candidato se vea obligado a poner por escrito qué haría en el cargo al que postula parte de una inocencia: que estos señores cumplen su palabra. Como se ve, en lo que refiere a cultura, los habitantes de la capital pueden ahorrarse la ingenuidad.

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