Un análisis sobre la aplicación de la incapacidad moral desde la ética y la filosofía no deja bien parado al Congreso de la República.
Un análisis sobre la aplicación de la incapacidad moral desde la ética y la filosofía no deja bien parado al Congreso de la República.
Zenón Depaz Toledo

Ad portas del Bicentenario de la declaración de independencia con que nació el Estado peruano, la más nítida afirmación del ideal democrático republicano, el punto de quiebre más reciente en la casi permanente tensión entre legalidad y legitimidad en la escena política peruana estuvo dado por una infeliz interpretación congresal del artículo 113° de la Constitución, que incluye como causa de vacancia presidencial “su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso”.

La incapacidad física, temporal o permanente, es pasible de determinación objetiva y concluyente. Constituye un problema científico, por lo demás nada complejo a estas alturas, con criterios y especialistas para su manejo. En cambio, la incapacidad moral, si por ello se entendiera incapacidad ética, y más aún permanente (sic), constituye un problema metafísico; siendo por ello imposible determinar sus alcances (como ocurre con todo problema metafísico) y menos aún resolverlo concluyentemente. ¿Lo sabían nuestros congresistas al interpretar tan “auténticamente” (en ningún otro país se había interpretado así) ese concepto que tiene un origen, una tradición y una jurisprudencia reconocibles en el constitucionalismo comparado? ¿No sabían que proviene de la tradición jurídica francesa donde “incapacité morale”, como opuesta a “incapacité physique”, significa “incapacidad mental”, y que confundirlo con lo que en castellano entendemos por “incapacidad moral” bien podría ser causal de su aplicación genuina a quien así lo interpreta?

¿Qué significa “incapacidad moral” si no nos referimos a psicópatas; en cuyo caso, en última instancia decisoria, se trata de una incapacidad física, dado que determinar quien lo padece no corresponde al voto, sino a la ciencia médica? ¿Quien comete una falta o un delito padece de “incapacidad moral”? Si ese fuera el caso (“negado”, como suelen decir los abogados), ¿no viene a ser inimputable? ¿No ocurre, más bien, que precisamente por ser moralmente capaz, al transgredir normas cuyo alcance reconoce, puede ser penado? ¿Y, siendo ese el caso, no corresponde al poder judicial definir la pena? ¿Desde cuándo un Congreso se encarga de administrar justicia?

Por otra parte, en el “supuesto negado” de que la comisión de una falta o un delito pudiera considerarse señal de incapacidad moral, ¿podemos otorgarle un alcance permanente? ¿El que comete una falta o un delito (como ocurre con más de seis decenas de actuales congresistas) se convierte con ello en un transgresor vitalicio? ¿Los 105 congresistas que decidieron la vacancia, y los cuatro que “se abstuvieron”, no notaron que nuestro sistema político es presidencialista desde sus orígenes y que vacar al presidente en base a dirimir con sus votos una materia enteramente discutible desnaturaliza ese modelo y ahonda nuestra precariedad institucional?

Que sobrevengan tales preguntas da cuenta de una situación que conduce directamente (como ya está ocurriendo) a revisar aquello que les dio origen: el marco constitucional y la calidad de la representación política en nuestro país. En cuanto a la Constitución, para solo referirnos al tema que nos ocupa, cabe notar que la vacancia presidencial por “incapacidad moral”, desde que se instituyó en la Constitución de 1839, se definió como “perpetua imposibilidad moral”, entendiéndose por ello la pérdida de facultades mentales que impide al presidente ejercer sus funciones; de allí que no diera lugar ni a sanciones ni a juicio político.

Ciertamente, en el artículo 113° de la Constitución no hay mención explícita alguna a la incapacidad generada por problemas mentales. No obstante, el término “incapacidad moral” aparece visiblemente en oposición y complementariedad sintagmática con “incapacidad física”, siendo así equivalente a “incapacidad mental”; tal como ocurre en su matriz jurídica francesa, contexto donde nociones similares, como la de “ciencias morales” (las ciencias sociales), hacen igualmente referencia a mentalidades. Más aún, si aquel concepto no se refiriese a incapacidad mental, la Constitución adolecería de una gravísima omisión al no haber regulado una circunstancia enteramente posible y que, por tanto, suele estar prevista en otras constituciones: que el presidente pudiera llegar a padecer una afección así.

Por tanto, la noción constitucional de “permanente incapacidad moral” nada tiene que ver con cuestiones de ética, por lo demás tan controvertibles y ubicuas. La legalidad de haberlo interpretado antojadizamente como tal puede seguir en discusión (gracias a la mayoría del Tribunal Constitucional), pero que es fuente de ilegitimidad bien lo saben ahora los autores de tan “auténtica” interpretación que, cual música peruana, “en el mundo tiene fama”.

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