2013. Los restos de 26 campesinos, víctimas del conflicto armado interno, fueron entregados a sus familias en la ciudad del Cusco. [Foto: AFP]
2013. Los restos de 26 campesinos, víctimas del conflicto armado interno, fueron entregados a sus familias en la ciudad del Cusco. [Foto: AFP]
Miguel Giusti


Al cumplirse el aniversario de una captura que prometía ser un nuevo comienzo y debía traer consigo la introspección colectiva y el procesamiento de nuestro doloroso pasado, no damos muestras de haber aprendido. Los morbosos reflectores que corren tras la bailarina excarcelada no han invertido tiempo ni interés en iluminar las decenas de crímenes y de delincuentes que han pasado estos 30 años evadiendo la ley.

     La gran mayoría de víctimas del conflicto, los campesinos pobres del país, han comprobado que la paz no ha puesto fin a la discriminación ni enderezado éticamente la conciencia nacional. Para que haya reconciliación, e incluso para que haya verdad, dice el inmerecidamente malfamado Informe de la CVR, debe haber justicia. Justicia social, para empezar, que no reproduzca las condiciones seculares de desigualdad y exclusión que fueron el caldo de cultivo de la subversión. Tampoco una justicia miope que castigue la corrupción de los políticos tontos y premie la de los astutos. Menos, una que se coluda con el poder para librarlo de los procesos judiciales.

     No deberíamos sorprendernos de que haya vuelto a florecer el negacionismo en nuestra vida pública ni de que se pretenda ahora ocultar responsabilidades, impedir las publicaciones sobre la violencia vivida, reescribir una historia de posverdades. Al cabo de tres décadas, han vuelto a obtener protagonismo esos dos grandes, funestos actores de nuestra historia reciente, tan necesarios el uno para el otro, que son el fujimorismo y el senderismo. Entre ellos se encuentra ahora un gobierno maniatado y pusilánime, que cree ingenuamente obtener ventajas de su sumisión y cede en lo que no debe. Han llegado a pedirnos que vaciemos de contenido la memoria y que aceptemos el negacionismo como virtud. Es decir, el olvido. Pero el olvido que somos terminará por hacernos revivir el conflicto que sufrimos.

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