Cuando el sábado 10 de diciembre Bob Dylan no se haga presente en Estocolmo para recibir el Premio Nobel de Literatura, comenzará a cerrarse el ciclo de polémicas que se inició con su designación el 13 de octubre pasado (tiene aún seis meses para enviar su discurso de aceptación, que de seguro dará algo de leña para reavivar los rescoldos). Sin embargo, por más que los apocalípticos y los integrados se sigan desgañitando, lo cierto es que el episodio Dylan también pasará, pues se trata solo de un eslabón más de una larga cadena de controversias, especulaciones y misterios que se inició cuando, hace 115 años, la Academia Sueca, basándose en los designios estipulados en el testamento del empresario Alfred Nobel, entregó por primera vez el Gran Premio de la Literatura Mundial: pudiendo dárselo a Tólstoi (“Guerra y paz”, “Anna Karenina”), se lo otorgaron a Sully Prudhomme (¿?). Si el galardón fuera una persona, podríamos decir que es así, peculiar, de nacimiento.
El Nobel de Literatura supera en contundencia y debate a todos los demás honores a las artes y las ciencias humanas y sociales –Óscar incluido–, y por supuesto que provoca un revuelo mucho mayor que sus cinco hermanos –el de la Paz incluido–. Cuando una vez al año un misterioso grupo de intelectuales que habitan un reino escandinavo anota un nombre más en el parnaso de las letras, de inmediato todos, aquí en la Tierra, comenzamos a opinar, a preguntar y a hacer las mismas conjeturas de siempre: por qué se lo dieron a este, por qué nunca a aquel, por qué no reparan esta omisión antes de que el de más allá se vaya al más-más allá. Quién es esa. Se nota que pesó lo político, lo geopolítico o lo políticamente correcto. Está desprestigiado. Es el más importante e influyente del planeta. Por qué estos lo rechazaron. Es obsoleto. Es posmoderno. Hace justicia poética, pues nos permite acercarnos a autores que no conoceríamos de otra forma (que se ponga de pie quien haya leído a la gran Svetlana Aleksiévich antes de octubre del 2015). No la hace (pues se lo negaron a Joyce). Es un ardid del márketing editorial, etcétera.
Y ya puestos, podríamos preguntarnos si tiene sentido premiar de esa forma a un creador –bah, imaginar un Nobel de Artes Plásticas o de Música–; es decir, con diploma, medalla de oro, un equivalente a 866 mil dólares y la fama global, cuando escribir no es más que tratar –silenciosa, terca, individualmente– de perfeccionar el fracaso. Y realmente qué honra, y por qué, y basado en cuáles criterios. Hacia allá vamos.
En noviembre de 1895, el magnate Alfred Nobel, famoso por ser el inventor de la dinamita, se sentó a redactar su testamento. Era un hombre extremadamente trabajador y parco que no tuvo descendencia –a su misantropía se sumaba la poca fortuna en el amor–, y probablemente acosado por la culpa que le provocaba la multiplicación de muertes provocadas por su creación, decidió legar casi toda su inmensa fortuna a los que contribuyesen año tras año a mejorar la vida de los demás. Así quedaron instaurados la fundación y los premios que llevan su apellido dedicados a la Física, la Química, la Fisiología o Medicina, la Paz y la Literatura. Recién en 1968 se creó el galardón para la Economía que no es, propiamente hablando, un Premio Nobel, sino uno entregado en su memoria.
En todos los casos, el empresario detalló el proceso de evaluación y los méritos que debían reunir los merecedores. Hablando específicamente de Literatura, la responsabilidad recae en la Academia Sueca la que, a su vez, designa una comisión de cinco individuos: el Comité Nobel. Este recibe propuestas de academias afines, personalidades de la cultura, catedráticos destacados de todo el mundo y ex ganadores; evalúa las candidaturas, delibera, y un día de octubre revela al laureado de turno, ganador por mayoría. Ahora bien, la inmensa cantidad de postulaciones por revisar no es lo verdaderamente engorroso para el comité, sino lo que debe recompensar: Nobel exigió entregar el premio a “la persona que haya producido en el terreno de la literatura la obra más destacada en un sentido ideal”.
Y la gran pregunta ha sido siempre, claro, qué diablos significa eso de “un sentido ideal”.
Para entender este asunto hay un libro y una persona claves: “El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión”, de Kjell Espmark, miembro de la Academia Sueca desde 1981 y presidente del comité entre 1988 y 2005. Considerando que existe un compromiso de honor por parte de los comisionados de mantener en estricto secreto por 50 años el contenido de sus reuniones, Espmark se basa en memorias, cartas y demás documentos de los primeros tiempos para esclarecer la evolución de la “misión”, que es como se conoce el ejercicio de interpretación estética del ideal nobeliano. Aunque el autor repite que cada año trae su propia problemática, según el ensayo podemos colegir ciertas etapas en la historia del certamen.
Una primera sería la “idealista”, cuando el comité estuvo signado por la impronta de Carl David af Wirsén, legendario presidente de la Academia, quien se esforzó en traducir el precepto de Nobel mediante la preservación de los valores clásicos del idealismo alemán (a la Goethe), que celebraban lo “elevado y puro” vinculado a la fe cristiana, la monarquía y el amor patrio. Ello vetaba, desde luego, cualquier obra con toques simbolistas, realistas o naturalistas. Ahora ya sabe por qué no ganaron el Nobel Antón Chéjov, Émile Zola o Mark Twain. De esta primera fase –la más pobre para Espmark y para el resto del mundo–, Rudyard Kipling es el único que sigue brillando (muy por delante de Selma Lagerlöf, primera ganadora, en 1909). De buenas intenciones no suele salir buena literatura. Aquí vale la pena anotar que Alfred Nobel, quien también tenía veleidades literarias, publicó una tragedia en prosa llamada “Némesis”, obra que fue secuestrada y destruida tras su muerte por considerarse blasfema y escandalosa.
Con la muerte de Wirsén en 1912, la Academia se abrió por vez primera de Europa y entregó el premio al indio Rabindranath Tagore. Con la Gran Guerra se optó por una literatura menor y neutral, reconociendo a autores hoy esotéricos y de apellidos impronunciables. Luego de ello, durante la década del 20 vino el capítulo que Espmark llama “de la humanidad cordial”, cuando el canon se relajó, y si bien festejaba el clasicismo y la búsqueda del “ideal”, lo que se pretendía en las obras es “una visión humanista formulada en modo más general”. Si quiere saber por qué no ganaron entonces Franz Kafka o Marcel Proust (muertos en 1924 y 1927, respectivamente) es porque el grueso de sus trabajos se conoció post mórtem. Pero sí se lo dieron a Anatole France, William Butler Yeats, George Bernard Shaw y Thomas Mann. Los dos últimos dan pie a sendos comentarios.
El británico George Bernard Shaw amagó con rechazar el Nobel de Literatura de 1925, pero su mujer le pidió aceptarlo como un honor para su país. (Foto: AFP)
Previo a que Boris Pasternak fuera obligado por la jauría estalinista a rehusarlo en 1958, y casi 40 años antes de que Jean-Paul Sartre lo hiciera por motivos ideológicos, el irlandés George Bernard Shaw, enemigo de los reconocimientos, rechazó el premio de 1925. “Puedo perdonar a Nobel por inventar la dinamita, pero solo un demonio humanizado podría crear el premio que lleva su apellido”, dijo, provocador. Sin embargo, se cuenta que su mujer le pidió recibirlo como un honor a su país. Shaw terminó accediendo, pero declinó la recompensa económica, lo que podría tomarse como un disparate. Trece años después fue nominado al Óscar por el guion de “Pigmalión”. “Nada me daría más vergüenza que ganarlo. Es como si premiaran a Jorge VI por ser rey”, gru- ñó entonces. Igual ganó y se convirtió, literalmente sin quererlo, en la primera y hasta hace poco única persona que se hizo de ambos reconocimientos. El segundo es Bob Dylan, quien ya había ganado un Óscar gracias a la canción original de la película “Wonder Boys”, del año 2000.
Thomas Mann ganó el Nobel en 1929. Pero como en los años posteriores siguió escribiendo grandes libros, la Academia se planteó entregarle dos veces el galardón. La idea, por supuesto, no prosperó.
Los 30 fueron los años “para el lector normal”, en los que el premio buscó hacerse popular y accesible; ello, sin embargo, en detrimento muchas veces de la calidad. Por eso lo recibieron dramaturgos de éxito como Luigi Pirandello y Eugene O’Neill (el primer ganador del continente americano, en 1936), pero también gente como Sinclair Lewis y Pearl S. Buck –Espmark sugiere que es la peor elección de la historia–. Dentro del espíritu reinante, no hubieran ganado nunca Constantino Kavafis o Fernando Pessoa (lo cierto es que fallecieron ese decenio sin siquiera llegar a ser seleccionados). Luego vino la Segunda Guerra Mundial y se interrumpió todo. Ahora sabe por qué Virginia Woolf y James Joyce, muertos en 1941, no ganaron.
“La posguerra marca una ruptura bastante radical con la política del premio de la época anterior”, dice Espmark, para explicar lo que llama “la época de los grandes pioneros”, una seguidilla de aciertos relacionados con la renovación de las letras: Hermann Hesse, André Gide, T. S. Eliot y –¡vaya! – William Faulkner. Los 50 fueron curiosos: algunos misterios, otros tinos (Ernest Hemingway, Juan Ramón Jiménez, Albert Camus,Saint-John Perse) y dos polémicas: el inmenso Bertrand Russell –abriendo el premio por primera vez al ensayo o, en todo caso, a la literatura no convencional– y Winston Churchill (la controversia alrededor de Dylan es una guarandinga comparada con la que se armó en 1953).
El compromiso de secreto para nosotros impera desde 1966, pero todos podemos notar –con la subjetividad que implica– que la Academia siguió acertando, patinando y sorprendiendo. Y agregó un componente que durante un tiempo pareció marcar la agenda: la universalidad, la multiculturalidad, un propósito de hacerle justicia a autores casi desconocidos pero valiosos, y a las literaturas relegadas por la hegemonía del capitalismo editorial. El egipcio Naguib Mahfuz (galardonado en 1988) dijo: “Recién el Nobel me dio, por primera vez en la vida, la sensación de que mi literatura podía ser apreciada internacionalmente”.
¿Cuál es el impacto real de un premio de origen intelectual que termina instalado en la cultura popular? (cuando un amigo del cliché dice “el Nobel colombiano”, todos sabemos de quién se habla). Como lo universal es ficción, recurrimos a Facebook e invitamos a 20 peruanos –10 escritores y 10 lectores de diversas profesiones– para que nos respondan algunas preguntas. Fue muy difícil encontrar coincidencias en su utilidad, pero esta parece apuntar a “conocer más escritores y vender muchos libros”. Como canon, sería irrelevante (cabría cuestionarse todos los cánones, empezando por el de Harold Bloom). De los 20 consultados, solo uno afirmó sin hacer trampa que recordaba a los ganadores de los últimos 10 años. Los demás tienen claro a Dylan y a Vargas Llosa, a quienes les siguieron Alice Munro, “la bielorrusa” y el resto, desperdigado. La mayoría no se lo hubiera dado a Dylan, a Patrick Modiano, ni a Jean-Marie Le Clézio. Se lo entregaría a Philip Roth (un deseo extendido, aunque quizá sea ya demasiado tarde), pero también a John Banville, Haruki Murakami, Adonis, Paul Auster, Milan Kundera y Rubem Fonseca. Entre los que no lo ganaron y debieron, destaca claramente Jorge Luis Borges. ¿Por qué no se lo dieron?
Desde 1901, la Academia Sueca ha dicho en todos los idiomas que el Nobel de Literatura no es un premio político, y Kjell Espmark lo repite cada vez que puede. Sin embargo, aunque no tenga intenciones –asegura–, no se puede evitar el efecto político. Luego pone ejemplos que deben tomarse como opiniones personales, como el caso del nominado Aleksandr Solzhenitsyn, residente de un gulag por 11 años y crítico severo del totalitarismo soviético: el embajador sueco en Moscú recomendó no dárselo para no enturbiar las relaciones entre ambos países. La Academia igual lo premió en 1970. Y al año siguiente se lo dieron a Pablo Neruda, más que cercano a la izquierda. Lo que sucedería –dice Espmark– es que, siguiendo las indicaciones de la “misión”, los académicos no podrían premiar a aquellos que azuzaran barbaries (ya sabe, entonces, por qué Ezra Pound, defensor del exterminio judío, no lo hubiera ganado nunca). Lo que da a entender el pasado presidente es que, aun cuando él sí hubiera premiado a Borges, en las reuniones se hablaba de su apoyo al dictador Jorge Rafael Videla. Sin embargo, faltan décadas todavía para desclasificar su archivo.
Kjell Espmark, miembro de la Academia Sueca y autor de “El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión”, un libro indispensable para tener una idea de las distintas etapas en la historia del galardón. (Foto: AFP)
Un detalle final, sin ánimo de discutir la pertinencia del premio a Bob Dylan: su elección recuerda que en ninguna parte del testamento de Alfred Nobel se dice que se deba reconocer solo poesía, narrativa o teatro. Ni siquiera especifica que el ganador tenga que publicar libros. Lo que daría cabida, por ejemplo, a que en un futuro no necesariamente lejano se premiase a escritores de series de TV o a guionistas de videojuegos.