
Primera escena: el candidato del partido A gana las elecciones presidenciales en segunda vuelta con un amplio margen sobre el candidato del partido B. Sin embargo, en primera vuelta apenas obtuvo el 15% de los votos válidos. Los otros 25 candidatos se repartieron el 85 % restante.
Segunda escena: la lista parlamentaria del partido A obtuvo 20 escaños en la cámara de diputados, y 10 en la cámara de senadores. Los otros 14 partidos que lograron superar el umbral de representación se repartieron los escaños restantes. La bancada oficialista, con el magro número de representantes que obtuvo, no puede impedir que se censure o interpele a los ministros, o que se vaque al presidente.
Tercera escena: el presidente, tras los constantes enfrentamientos con el Congreso, decide disolver la cámara de diputados. Previo a ello, esta censuró a un consejo de ministros y rechazó una cuestión de confianza sobre una iniciativa legislativa de prioritario interés para el Gobierno.
En las elecciones para completar el período de la cámara disuelta, la oposición logra la mayoría absoluta de escaños. El Gobierno, en cambio, no logró superar el umbral mínimo de representación. Sin embargo, la oposición, pese a su triunfo abrumador, no puede obligar al Gobierno a cambiar su política gubernamental, ni destituir al presidente sin una razón valedera. En otras palabras, todo cambió, pero nada cambió.
Cada una de las escenas descritas podría formar parte de un relato del absurdo de la ingeniería constitucional. Ningún país que aspira a la gobernabilidad y la estabilidad políticas plantearía un diseño que, dependiendo de la correlación de fuerzas en el Congreso, condena al presidente a permanecer en el cargo o no. O que le otorga mecanismos de control al primero pero que no tienen ningún impacto en la política gubernamental. Tampoco plantearía un diseño electoral que, sabiendo todo lo anterior, genera incentivos para que el presidente, pese a su legitimidad, adolezca de una representación robusta en el Congreso que le permita gobernar.
¿Por qué entonces en el Perú sí?, ¿por qué en nuestro país hemos forjado un diseño que en los hechos conlleva a ese desenlace? Las razones son varias. Pero me animo a destacar las siguientes: la importación acrítica de instituciones políticas que se insertan en un diseño de base que no es compatible con aquellas. Es lo que ocurre con nuestro sistema de gobierno. Este se reconoce como presidencial. Pero en el camino –en el largo camino que atraviesa los siglos 19 y 20– le hemos ido agregando instituciones propias del sistema parlamentario. Pero lo peor no ha sido eso. Lo más grave es que esas instituciones servían allá –en sus países de origen– para algo –cambiar la política gubernamental– para lo que no sirven acá. De hecho, aquí más bien se han convertido en el punto de partida del enfrentamiento entre poderes. Sin que eso sintonice con las demandas y expectativas de nosotros, el pueblo.
Luego, y en armonía con lo anterior, nuestro sistema de gobierno es dependiente del diseño electoral. Si el presidente, por ejemplo, no tiene respaldo en el Congreso, es altamente probable que deje el cargo. Pero si ocurre lo contrario, al margen de su desempeño, nadie va a cuestionar sus actos (o convertirlos en un pretexto, por ejemplo, para someterlo a un proceso de vacancia). Entonces qué ocurre. Si el presidente gana las elecciones, pero su lista parlamentaria no, la crisis aparece. Ahí nos acordamos de todos los mecanismos de control que existen en la Constitución. Pero si sucede a la inversa, entonces, no le pasa nada. Y todos esos mecanismos que empoderan al Congreso se convierten en piezas de museo. Por ejemplo, desde 1980 hasta el 2016 nadie hablaba en el Perú de la cuestión de confianza y de la disolución. Sin embargo, a partir del 2016 esos temas se pusieron de moda ¿qué cambió? La posición política y electoral del gobierno. Pero también el origen y el sentido de la representación. Así, esta se ha dispersado, se ha diluido hasta convertirse en una extensión de los intereses y agenda de sus líderes (en plural en el mejor de los casos, y en singular en la mayoría de ellos).
Existe, por tanto, un punto de conexión muy fuerte entre la representación política de los partidos y la relación entre el Gobierno y el Congreso. Hemos convertido al segundo en dependiente del primero. Y, peor aún, hemos convertido a ambos en un reflejo de un diseño que no cumple con los fines que se propuso. Así, el sistema de gobierno hibrido que tenemos se forjó para que el presidente no abuse de su poder. Pero los contrapesos con que cuenta el Congreso para limitar sus excesos no sirven para ello. Y no sirven porque, cuando el presidente es fuerte en el Congreso, sus excesos no son tomados en cuenta. Y cuando es débil, aunque no abuse del poder, es objeto de feroces ataques por parte de la oposición. En el mismo sentido, aún en el supuesto de que estos mecanismos permitan controlar los excesos del gobierno, su alcance es muy limitado. No sirven para cambiar, por ejemplo, la política gubernamental que es para lo que sirven la censura y la disolución del Congreso en el sistema de gobierno parlamentario de donde los hemos tomado.
¿Qué hacer? Ninguna reforma es perfecta, pero un buen diagnóstico ayudaría a entender qué remedios funcionan y por qué. Si el problema más grave de la gobernabilidad política en el Perú es el Gobierno dividido, impulsemos reformas que permitan que el Ejecutivo cuente con una representación acorde a su nivel de respaldo en el Congreso. Para ello, por ejemplo, se podría cambiar la fecha de la elección parlamentaria: de primera a segunda vuelta. De este modo, los electores tendrían mayores incentivos para respaldar a aquellos partidos que poseen un mayor grado de responsabilidad en la administración del Estado. Y para evitar que eso suponga tener un Ejecutivo muy fuerte que pueda, como pensaba el constituyente histórico, abusar de su efímero poder, introduzcamos medidas que permitan que los ciudadanos arbitren su desempeño durante el período. Medidas como la renovación por mitades del Congreso, la acción pública de inconstitucionalidad, o los cabildos ciudadanos, apuntan en esa dirección.
En suma, y como pensaba Madison, necesitamos contar con un diseño político que esté en condiciones de lidiar con las peores amenazas posibles. Y que tome como punto de partida la experiencia histórica del Perú y de la región. Necesitamos estabilidad con control. Pero no solo el control que proviene del Congreso o de la justicia, sino del que proviene de los propios ciudadanos a través de mecanismos que promuevan su participación activa en el proceso de toma de decisiones políticas. La estabilidad sin control, deviene en abuso. La estabilidad sin legitimidad es el Perú del 2025.