(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
César Azabache

Detengo mi mirada por un instante ante la fotografía de un personaje que aparece groseramente disfrazado, mintiendo sin permiso alguno, sin el menor respeto a ninguna investidura para simular ser quien no es. Está disfrazado y va a la caza de una presa. La imagen debería corresponder a alguna prohibición establecida contra la cacería furtiva, pero corresponde a una escena montada por alguna razón absurda para lanzar ni siquiera un debate sino lo que correspondería mejor ser considerado una calumnia. No se trata, de hecho, de obtener evidencia sino de simular tenerla. Esto resulta especialmente grave si el personaje de esta historia es, además de general, un congresista de la República que tiene el deber de representarnos. 

La mira del fusil, en este caso, está dirigida hacia una mujer muy joven a quien se pretende etiquetar de alguna manera. A quien se provoca, se le enfoca, se le induce, se le registra, se le envasa y se le lanza a algo semejante a un tacho de basura colectiva. La meta: exacerbar diferencias ya casi inmanejables, distancias que nos separan sin retorno posible, al menos de inmediato, en nuestro abordaje a asuntos como el terrorismo, los derechos humanos y la violencia. Arrastramos toda esta carga como un ancla y de vez en cuando pretendemos olvidarla o negarla, que son dos versiones de lo mismo.  

El plan que organiza la batalla estéril: convertir el Lugar de la Memoria en una plaza conquistada, desactivada, neutralizada, arrasada en la original potencialidad de todo su contenido aún incompletamente realizado, y lograrlo antes de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos diga algo decisivo sobre el indulto concedido a Alberto Fujimori sin el más mínimo respeto; antes de que alguien descubra que nos estamos olvidando de cerrar los debates sobre El Frontón y Pativilca; de que alguien note que Madre Mía permanece reducido hasta el momento en un apunte registrado en un mandato de prisión provisional ya desactivado. 

¿Para qué tanto esfuerzo en el montaje? Si el lenguaje nos constituye como mujeres y hombres, entonces deconstituirnos requiere silenciarnos. Curioso que el personaje elegido por el general Edwin Donayre para esta charada haya sido sordomudo. Curioso que la trampa consista en hacer hablar a una mujer. El Lugar de la Memoria eligió la prevalencia de una muestra visual que convoca silencio. Pero no lo impone ni lo disfraza. El silencio significa cosas distintas si sale de nuestras entrañas como señal de respeto o si se convierte en la caricatura impuesta desde el brutal papel de un falso mudo. 

La mujer que aparece en el video, Gabriela Eguren, retomó el derecho a sus propias palabras apenas después de la denuncia inapropiada, teatralizada, del congresista Donayre. Le llamaron apologeta. Pero Gabriela encontró la manera de mostrarnos cómo manipularon los hilos de su confianza defraudada por una emboscada. El general Donayre tuvo que mentir para presentar como criminal a quien solo intentaba servir al falso personaje que él representaba. La trampa así montada es intolerable. Es una ofensa consumada. 

Congresista Donayre: ¿Por qué no eligió para su emboscada a un verdadero senderista edulcorado o a algún posemerretista extraviado? ¿Le asustan acaso los enemigos reales? Si se siente usted tan hábil para montar trampas no autorizadas por fiscalía alguna, ¿por qué no nos ayuda mejor a establecer cómo se financia el Movadef, por ejemplo, a confirmar si lava activos? ¿Por qué un cazador entrenado persigue jóvenes que intentan apenas atenderle? Perdón, olvidaba que Gabriela ya no tiene ese trabajo, es cierto. Gracias a su absurda impostación de mudez y sordera la expulsaron. Por cierto, ¿puede alguien explicarnos por qué la expulsaron? 

Mi nombre es César Azabache. Tengo casi 52 años. Soy un ciudadano independiente y abogado de litigios. Alguna vez también fui profesor universitario. Decido ahora emplear este espacio para dejar anotada mi absoluta solidaridad con Gabriela Eguren. Y le demando, general y congresista Donayre, que tenga a bien ofrecerle una disculpa. Porque usted –es mi obligación decirlo– no tenía derecho alguno a hacer lo que acaba de hacer ante nuestros ojos. 

Le invito a ofrecer esa disculpa que nadie más ha ofrecido por el silencio que imponemos a las víctimas del terrorismo y la violencia. Porque trampas como la que ha perpetrado dejan sin voz a quienes han sufrido en estos años por todos los dolores aún no comprendidos: militares, policías, ciudadanos reconocidos y no reconocidos, víctimas todas inocentes, merecen una voz, no su mutismo arremedado.  

Esta no es una broma, congresista Donayre. Usted no es un subproducto de su propia imitación. Si tuvo el atrevimiento de hacer lo que ha hecho, ofrezcamos ahora una señal de respeto. Sea usted el primero en renunciar a toda soberbia. Pida perdón.  

Ayúdenos a encontrar una salida. A reconciliarnos un poco al menos. 

Y dejemos por favor de faltar al respeto a nuestra memoria, aún inacabada.