La estéril y nociva división de la sociedad política peruana entre fujimoristas y antifujimoristas, natural hasta cierto punto por la manera en que Fujimori, en los últimos tres años de su segundo gobierno, montó un aparato de control político y mediático para perpetuarse en el poder, sometiendo a instituciones y comprando a la prensa, fue sin embargo potenciada a niveles irracionales con el mito de que Fujimori fue un cruel violador de derechos humanos.
Esa “narrativa” no solo ha envenenado y anulado la política peruana en los últimos 20 años, sino que le ha impedido al país capitalizar para el orgullo y el aprendizaje nacional el haber sido el único país de América Latina que fue capaz de derrotar a la más sanguinaria de las organizaciones terroristas de la región y de haberlo hecho mediante una estrategia inteligente basada en la alianza con las comunidades campesinas proporcionándoles armas y asistencia cívica para que señalaran y expulsaran a los senderistas, en el establecimiento de jueces sin rostro para juzgar y no exterminar a los terroristas, en un sistema de delaciones premiadas, y en el empoderamiento con recursos a la inteligencia policial para capturar –y no matar– a las cúpulas, incluyendo al propio Abimael Guzmán.
Quien dirigió esa estrategia victoriosa y limpia fue Alberto Fujimori. Pero de ella no queda nada en el acervo nacional porque ha sido borrada por el impacto de los crímenes del grupo Colina, que llenaron toda la esfera pública. La actuación de ese grupo, sin embargo, iba en la línea contraria a la estrategia general. Era inorgánico a ella. Marginal. Fujimori, no obstante, quizá permitió que Montesinos lo cobijara y de alguna manera lo protegió cuando aparecieron las denuncias. Debió ser acusado, en todo caso, por encubrimiento, pero no por haber ordenado las matanzas del grupo Colina, acusación que no se sustentó en prueba alguna sino en un silogismo teórico: si era el presidente y amigo de Montesinos, tuvo que autorizar La Cantuta y Barrios Altos. Y por lo menos tres autores, entre ellos Ricardo Uceda, han demostrado que la muerte de los estudiantes de La Cantuta fue decisión personal de Martin Rivas y de nadie más.
Veinticinco años fueron, pues, excesivos. Merecía acaso menos de la mitad de eso. Fue convertido en un monstruo, endilgándole más culpas que las ya muy graves que tenía por haber violentado la Constitución y las instituciones para reelegirse. Eso le ha impedido al país capitalizar no solo la exitosa victoria sobre el terrorismo, sino además la manera extraordinaria como salimos de la hiperinflación y el colapso del Estado para crecer a tasas altas y reducir la pobreza a la tercera parte, como nunca en la historia. El resultado es que, en lugar de seguir construyendo sobre esos gigantescos avances, ahora se cuestiona el modelo económico y un sindicato filo senderista llega al poder.
No solo eso. Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y ahora Pedro Castillo, fueron elegidos por rechazo al monstruo fujimorista, no por sus propias virtudes. Ese monstruo le permitió a Vizcarra construir su popularidad confrontando con un Congreso que tenía la cualidad ideal de estar dominado por el fujimorismo. No paró hasta disolverlo para alcanzar cotas de más de 80% de aprobación. Y ahora le concede a Castillo un respiro, aprovechando el fallo del TC.
Y le permitió a la fiscalía montar una campaña de populismo judicial contra líderes políticos por donaciones de campaña que no eran delito, solo para terminar destruyendo parte de la incipiente clase política nacional. Con ello –además de los errores cometidos por Keiko Fujimori–, el país perdió la posibilidad de tener un partido de derecha popular consistente, entre otras defunciones políticas.
El Perú no podrá surgir si no es capaz de curar su antifujimorismo.
Contenido sugerido
Contenido GEC