“Una república donde abundan los humos aristocráticos, no es república, sino oligarquía, y no puede tener gran número de buenos ciudadanos. Donde la Patria es la Tesorería Nacional, se acabarán los patriotas el día que se acabe el dinero del Tesoro Público. Un pueblo sin energía para reprimir el instinto de goce y deleite, y sin virtud para fiscalizar severamente a sus gobernantes, o se ha de disolver en la corrupción, ¡o temprano o tarde será conquistado por otro más viril y patriota! Donde no hay verdadera cosa pública, defendida por todos, la sociedad cayendo en el egoísmo individual, está en camino de ser tiranizada por los más audaces”. Palabras certeras, además de proféticas, del escritor y político colombiano José María Samper, publicadas en el diario “El Callao”, antes de alejarse del Perú en el invierno de 1863.
Samper, editor de El Comercio durante su estadía en Lima, mantuvo un estrecho vínculo con los liberales a quienes aconsejó crear “ateneos populares” con la finalidad de confrontar el poder de los caudillos: señores de la guerra y de la política desde los años posteriores a la Independencia. En los escritos del prolífico Samper se nota su gran aprecio y preocupación por el Perú (“hago sinceros votos porque no se realicen mis predicciones”), aunque lo más relevante es su admiración por la mujer peruana. Enérgica, altiva y con un “mejor sistema nervioso” que su contraparte masculino sumido, usualmente, en “la especulación política y fiscal”.
Revisando los escritos de Samper, quien parece estuviera describiendo nuestra realidad cotidiana, se me viene a la memoria su extraordinario “Tratado de derecho público”, en el que fue igual de implacable con su país de origen. Porque no existía, de acuerdo al ilustre huésped del Perú, una sola Constitución colombiana que no fuera “el fruto de una revolución o insurrección triunfante”, o que al ser pacíficamente discutida y expedida no sirviera de pretexto “para una posterior insurrección”. En ese escenario de pasiones e intereses descontrolados, que en Colombia va anunciando La Violencia del siglo XX, es posible ubicar nuestra turbulenta historia electoral decimonónica. Ahí el Perú destacó por las ingentes sumas de dinero invertidas para capturar la presidencia de la República, pero también por las luchas campales para apoderarse de las mesas, incluso amenazando a balazo limpio a quien se atreviera a desafiar el poder de los capituleros de turno. La ambigua ley electoral lo permitía, así como también las autoridades dedicadas a “la especulación fiscal” mientras candidatos y electores compartían el delirio del palo encebado. No sorprende entonces que en medio de la actual pandemia y de una degradación política inocultable, donde el insulto personal ha sustituido a las propuestas para una reconstrucción nacional, se cambie de zonificación a Lurín. Ciertamente, la partida de defunción de un santuario arqueológico único, el cual desde hace centurias conversa con las mágicas islas de Pachacamac. Y qué decir de la autorización de construcción en los humedales de Ventanilla o la intervención pétrea sobre el Campo de Marte, que miles de vecinos denuncian porque atenta contra una identidad histórica y de área verde de un ambiente urbano monumental considerado patrimonio nacional.
En estos momentos tan amargos para el Perú, donde la violencia reina y “la cosa pública” a la que se refirió Samper es motivo de burla permanente, quisiera recordar a un gran peruano, Raúl Porras Barrenechea, cuyo cumpleaños celebramos la próxima semana. En uno de sus discursos más notables, pronunciado en 1957, el gran historiador denunció “la desviación del Estado de sus fines de bien común” y su reemplazo por el servicio de “bienes particulares”, un acto que era “despreciativo del hombre y de la nación” y contrario a “la justicia social”. Porras no se quedó en la mera denuncia, su propuesta consistía en una “acción cívica constante y tenaz” que no debía reducirse al “momento circunstancial del sufragio”. Porque de lo que se trataba era de “reemplazar las relaciones de miedo, de enemistad y de fuerza, por la de compañerismo, justicia y esperanza” para construir esa república de iguales que luego de doscientos años nos sigue siendo esquiva. Y que ahora más que nunca obliga a la acción contra la tiranía de los audaces que, como muy bien sabemos, nunca descansan.
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