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Editorial El Comercio

En un publicado ayer en este Diario, el congresista intentó explicar el origen de sus frecuentes desavenencias con la posición oficial de y el nuevo proceso disciplinario que se le ha iniciado dentro de la organización denunciando la existencia de una supuesta “dictadura de quienes se han encaramado en los cargos dirigenciales” del partido y, sobre todo, formulando una pregunta retórica. “¿No es suficiente sanción acaso ver al partido que ayudé a fundar tomado por esos pretendientes y a nuestra lideresa, mi hermana, secuestrada?”, escribió él.

Su argumentación trajo inmediatamente a la memoria una observación parecida que, hace menos de un año, el parlamentario oficialista incluyó en medio de una conversación por Telegram con algunos de sus compañeros de bancada y que se hizo pública a raíz de una filtración. En ella, Violeta afirmaba: “Yo me siento un tonto útil que solo ha servido para poner un presidente que ha sido secuestrado por un grupo de poder”.

Lo que las dos aseveraciones tienen en común, evidentemente, es la idea de que los líderes políticos a los que supuestamente ellos están subordinados han sido alejados del contacto con la realidad –y con ello del buen camino que normalmente seguirían– por acción de un entorno con intereses propios: una tesis ciertamente llamativa y provocadora de titulares… pero en esencia inverosímil.

Nadie duda del peso que pueden tener los asesores o allegados en determinadas decisiones de un líder político. Postular, sin embargo, que esas voces lo consiguen manipular como a un hipnotizado es a todas luces fantasioso y descabellado. Para llegar a la máxima posición de poder en una estructura partidaria o en el gobierno hacen falta criterio propio y resolución, y aun cuando estos terminen permeados por la opinión de terceras personas, la responsabilidad será siempre de quien las impone en el ámbito en el que ejerce su autoridad.

¿Qué es lo que estas teorías sobre supuestos ‘secuestros’ expresan entonces? Pues, por un lado, la asunción, un tanto arrogante, de que si los líderes no suscriben sus particulares puntos de vista, ello solo puede obedecer a que alguien más les ha colonizado el cerebro.

Pero eso no es todo. Esas atribuciones de los errores de sus jefes a las malas influencias parecen buscar también la construcción de una excusa que no difiere demasiado de aquella que a veces ensayan los padres de hijos problemáticos frente a los extraños. “En verdad él no es así; los que lo arrastran a portarse de esa manera son sus amigotes”, es más o menos lo que ellos dicen llevados por el amor hacia su familia.

La pregunta en este contexto, no obstante, es por qué podrían estar interesados los subordinados de los que hablamos en excusar a sus líderes. Aparte de eventuales relaciones de parentesco en alguno de los casos, ¿no están acaso enfrentados a ellos y al régimen que han establecido dentro de sus respectivas esferas de acción?

La respuesta, desde luego, solo puede ser especulativa, pero tiene que incluir la consideración de que en ambos casos, más que el secuestro mismo, lo que parece preocupar a los denunciantes es la identidad de los plagiarios. Y aquí la primera explicación empata con la segunda, pues si quienes llegasen a la posición de ser la voz en el oído de sus respectivos líderes fuesen ellos y de esa manera sus puntos de vista terminarían imponiéndose sobre los de cualquier otro, no conviene insistir demasiado en cuestionar el mecanismo.

La situación, sin embargo, tendría que ser muy distinta. Si hay líderes tomando decisiones inadecuadas, lo que corresponde es confrontarlos políticamente con sus responsabilidades. Y si las funciones de las instancias orgánicas de resolución de un partido están siendo usurpadas por alguien más, lo que toca es una denuncia con nombre y apellido. Lo demás es solo jugar al juego habitual de las cortes a la espera de ocupar el sitio de quien hoy se critica.