Editorial El Comercio

Desde estas páginas hemos advertido en innumerables ocasiones sobre el colosal despropósito que ha sido el Proyecto Modernización Refinería Talara (PMRT), emprendido por la empresa nacional . Por eso, lo sucedido esta semana, lejos de constituir una sorpresa, es solo una consecuencia necesaria de la serie de errores que se han acumulado a lo largo de casi una década alrededor de la refinería. Sin embargo, han sido los pasos en falso de la actual administración los que aceleraron el proceso de decadencia y colapso.

Como se sabe, el martes pasado, mediante un decreto de urgencia, el aprobó para Petro-Perú un aporte de capital por S/4.000 millones y una línea de crédito hasta por US$500 millones. Eso se sumaba al préstamo de US$750 millones y a la ayuda tributaria por S/500 millones de mayo pasado. En total, el apoyo a la petrolera pública durante el 2022 alcanza casi el 1% del PBI, una cifra descomunal y que viene a costa de menos inversión pública en hospitales, carreteras o seguridad. El escándalo por el desmanejo financiero fue tal que motivó la renuncia del presidente del directorio de la empresa –y uno de los artífices iniciales del PMRT–, Humberto Campodónico.

Los desembolsos aprobados por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) han sido acciones de emergencia para mantener a flote una compañía rebasada por sus deudas y sus malos manejos. Con más de US$5.718 millones de inversión y varios años de retraso, la faraónica obra del PMRT excedió todos los presupuestos y plazos con los que se había –erróneamente– concebido. Pero fue este año que las líneas de crédito se empezaron a cerrar a gran velocidad. En consecuencia, en las últimas semanas Petro-Perú no se encontraba en capacidad siquiera de cumplir con sus proveedores de combustible, lo que ocasionó la reciente escasez de hidrocarburos en el ámbito nacional.

Desde tiempo atrás, la posibilidad real que tenía Petro-Perú de cumplir con sus obligaciones financieras en los siguientes años sin ayuda del Tesoro Público era limitada. No obstante, los desencadenantes de la implosión de su precaria estabilidad fueron las acciones de la plana directiva y gerencial nombrada por el gobierno del presidente Pedro Castillo. Cuando la empresa PriceWaterhouseCoopers (PWC) se rehusó a continuar con la auditoría de sus estados financieros debido a preocupaciones de transparencia, las alarmas se prendieron para cualquiera que quisiera concederle financiamiento a la petrolera. Esta sensación se confirmó con la reducción de la calificación crediticia de su deuda a “bono basura” a inicios de setiembre por la agencia calificadora Fitch Ratings.

Las preocupaciones no eran para menos. Muy aparte de un proyecto enorme mal concebido y peor ejecutado, Petro-Perú tenía serios problemas de gobierno corporativo. La gestión de Hugo Chávez Arévalo como gerente general de la empresa ocasionó un daño tremendo, y el caso de la aparente compra irregular de biodiésel –por el que el presidente Castillo está investigado en el Ministerio Público– contribuyó a la idea de que Petro-Perú sería el botín predilecto de mafias y grupos con acceso a las adquisiciones públicas. Una empresa históricamente notoria por sus malos manejos se hundía aún más con una banda de inescrupulosos a la cabeza. ¿Quién estaría dispuesto a conceder líneas de crédito a tal organización?

Esta vez, y como sucede siempre que las empresas públicas sucumben ante su propia ineptitud y corrupción, los contribuyentes tendremos que saldar la cuenta con nuestros impuestos. La ocasión debió por lo menos aprovecharse para forzar cambios que eviten que las malas prácticas se repitan, una reforma que pasa por un nuevo gobierno corporativo de la empresa, uno que demande –eventualmente– su apertura a recibir capital privado.

Pero el Gobierno decidió, en vez de esto, arrojar el dinero de todos a un pozo sin fondo, exigiendo poco o nada a cambio. No nos sorprendamos, entonces, si esta no es la última vez que sucede.

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