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Carlos Meléndez

Los escándalos de que involucran a altos magistrados del sistema de justicia (y otros) han generado justificada indignación en un gran sector de los peruanos. Dicha irritación ha movilizado a miles de ciudadanos para reclamar cambios sustantivos en el sistema político. Sin embargo, otro sector de la ciudadanía ha tenido una reacción pasiva, incluso indiferente. Para estos últimos, la corrupción es un dato de la realidad y la asumen como el estado natural de las cosas.

La naturalización de la corrupción ha ganado tanto terreno en el Perú que en algunos casos se trata de faltas evidentes asumidas ya ni siquiera con resignación sino con complacencia. Como un designio inevitable, un “así son las cosas”. Por ejemplo, se sabe que para llevar adelante una obra pública licitada, lo más probable es que haya una coima de por medio, o que para un trámite en una municipalidad o instancia judicial haya que “portarse” con una propina.

En otros casos los actos corruptos pasan inadvertidos o quizás no se asumen como tales, sino se subsumen dentro de lo que llamamos “informalidad”. Por ejemplo, para conseguir un puesto en la burocracia estatal a través de un CAS se confeccionan términos de referencia ad hoc para la talla del “amigo postulante” o el hecho de que pujantes microempresas y start-ups –algunas promovidas por el propio Estado– no entreguen comprobantes de pago en todas sus transacciones. La corrupción a nivel cotidiano se ha apoderado de nuestros usos y costumbres y está en las acciones menos obvias. Refiero la sentencia del presidente de la Cámara Peruana del Libro, José Alvariño, al respecto: “comprar un libro pirata es un acto de corrupción”.

La corrupción ha penetrado gran parte de nuestras relaciones sociales. Es un tipo de intercambio aceptado, una suerte de moneda de uso corriente que se asienta en nuestro ethos antiestatal. La prevalencia de este tipo de prácticas se alimenta, en gran parte, de las percepciones de las instituciones estatales como inútiles o ineficientes al momento de cumplir sus funciones de protección ciudadana o provisión de servicios públicos. En la mente de quien comete un tipo de infracción corrupta subyace la convicción de que “el Estado es de nadie” (en contraposición a que “el Estado es de todos”).

Este ethos antiestatal es el espíritu de la corrupción. No casualmente, la extensión del comportamiento corrupto –activo y pasivo– lleva a socavar la legitimidad de la autoridad estatal. La crisis política que vivimos –y que se grafica en el descabezamiento de las autoridades judiciales– es más profunda porque se instala en la relación ciudadano-Estado una abismal desconfianza, que puede tornarse irreconciliable.

El círculo vicioso nos devuelve entonces ante una contradicción. Por un lado la indignación ciudadana frente al escándalo público, y por otro, el cinismo frente a nuestra propia práctica regular. No se protesta efectivamente frente a la corrupción solo a base de consignas callejeras, sino también a partir de la voluntad individual de enmendar nuestra conducta. Piénselo la próxima vez que intente sobornar a un policía.