El último hombre que matamos: la pena de muerte revisada
El último hombre que matamos: la pena de muerte revisada
Fernando Vivas

El último ejecutado de la patria carga una pena más grande que su vida; como si en él se resumieran los pecados de toda su generación mortícola y, para colmo, tuviera que pagar póstumamente las faltas de los que recibirán cadena perpetua en adelante. Es demasiado para un hombre de 26 años; es injusto para su familia.

LA HISTORIA OFICIAL
Según los trascendidos de fuentes militares en medios de la época, el ex suboficial FAP Julio Vargas Garayar fue detenido el 12 de octubre de 1978 cerca de la base aérea de Talara. Se lo acusó de ingresar a ella con fines de espionaje, por encargo de oficiales chilenos que conoció cuando  lavaba autos y hacía limpieza en la embajada de Chile. Ya había tomado fotografías en  la base de La Joya, en Arequipa, aprovechando a los conocidos que tenía allí cuando estuvo destacado en la zona.

A partir de aquí, cito el comunicado del Gobierno Revolucionario de las FF.AA.: El 9 de noviembre, la FAP lo denunció ante el Consejo de Guerra Permanente de Aeronáutica. El 14 de diciembre fue condenado a muerte por el delito de traición a la patria y a pagar S/.100 mil de reparación. Su defensor de oficio apeló la sentencia, pero el 19 de enero de 1979, el Consejo Supremo de Justicia Militar confirmó la pena. Horas después, por Resolución Ministerial 0099-79 de Aeronáutica, “se dispone suprimir su inscripción en el escalafón, privándolo de honores y derechos”. En su último párrafo, el comunicado dice: “Con oficio JPIL 004, el juez instructor permanente de Aeronáutica hace de conocimiento [...] que hoy a las 6 a.m. cumplió la sentencia”.

NO ESPIÓ, RECONTRAESPIÓ
María Consuelo Vargas Chávez entonces tenía año y meses. No recuerda a su papá, pero no acepta la historia oficial y ha construido otra: Julio se acercó a los chilenos para espiarlos por encargo del Perú. Su baja de la FAP, por no haber aprobado unos exámenes, habría sido fingida. En su labor de espía peruano, habría descubierto a superiores corruptos que acabaron por acusarlo a él de traidor. Su confesión fue conseguida tras espantosas torturas en el preboste. Todo esto lo supo la familia a través de cartas  filtradas gracias a un pariente sacerdote. Las cartas eran tan dolorosas, que fueron destruidas.  

Cuando le expongo mis dudas, María Consuelo se pone  mal. El trauma de ser la hija del último hombre ejecutado en el Perú, sin una sola prueba  públicamente conocida; es un peso que no la deja respirar. Junto a su madre Consuelo Chávez y a su hermano Julio; ella ha seguido viviendo en Pisco, donde el padre los dejó y donde todo les recuerda lo que pasó.

LAS ÚLTIMAS HORAS
Las cartas sí existen. Las tengo en la mano. Los padres de Julio y su hermana Gloria no se quedaron tranquilos. En 1982 quisieron promover una investigación en el Congreso, sin éxito. En el 2002, cuando ya los padres habían muerto, Gloria hizo un nuevo intento. La Comisión de Derechos Humanos recomendó a la fiscalía abrir investigación. Llamé a Gloria, que vive en Surquillo, el barrio natal de Julio y de su familia, para que me contara en qué quedó ese proceso. Me dijo que no llegó a nada y se excusó de no hablar más. Pero me dio la pista de César Lozano.

En su oficina del Jr. Rufino Torrico, Lozano me saluda como el “abogado de Julio Vargas Garayar” y desempolva un ‘file’ con todos los documentos y recortes que necesitaba para contar esta historia. ¿Cómo así es su abogado pero no lo llegó a conocer?, pregunto. “Sus padres me nombraron dos días antes de lo que pasó. El 18 fui al local del Comando Conjunto, en la avenida Arequipa,  donde sesionaba el Consejo Supremo de Justicia Militar. No me dejaban entrar. Yo gritaba que él tenía derecho a un abogado civil. Me quisieron meter preso, pero llegó la prensa. Un coronel fue a consultar a los vocales del consejo. Me hicieron pasar, me prometieron que al día siguiente podía ver el expediente”. ¿Volvió? “Sí, y me salieron con que el proceso era reservado.  Les dije que podía ser secreto para el público pero no para el abogado. Hice escritos al presidente para pedir clemencia, me dijeron que su repuesta tardaría 3 días. Era demasiado. Entonces, les dije a los padres: ‘Vamos a la nunciatura, para pedir la clemencia del papa Juan Pablo II’. Nos siguió la prensa, pero el nuncio solo dejó pasar a los padres y a mí. Se conmovió y nos prometió: ‘Mañana a las 5 de la tarde, ustedes tienen la respuesta del Papa’. Esa noche casi no dormí. Al amanecer oigo en la radio a Juan Ramírez Lazo que decía que había sido fusilado”.

En este punto, Lozano se quiebra sutilmente, no como María Consuelo. Lo suyo no es un trauma familiar sino una frustración profesional que subraya así: “A los médicos les pasa que se les mueren los pacientes, pero a un abogado no”.

El 20 de enero fue un día muy triste. Lozano recogió a los Vargas, los abrazó llorando y los llevó al cementerio. Allí encontraron, en lo alto de un pabellón, un nicho con el nombre de Julio en pintura fresca. El padre, desesperado, quiso abrirlo para ver  a su hijo. Unos guardias vestidos de civil se lo impidieron. La familia nunca vio el cadáver. Por eso,  María Consuelo está empeñada en pedir la exhumación de los restos.

No sé si matamos a un traidor. Pero sé que no tuvo un debido proceso. ¡Ni siquiera su abogado civil pudo ver el expediente con las pruebas en su contra! El defensor de oficio se negó a hablar. Quizá, Julio espió para Chile, o para el Perú, o para ambos. El canciller de entonces, José  de la Puente Radbill, piensa que en lugar de matarlo, debió ser enrolado en el contraespionaje (“Cuadernos de trabajo de un embajador”, PUCP, 1997, pág. 164). La celeridad con la que fue fusilado delataría que cualquier delito que hubiera cometido involucró a otros personajes que quisieron enterrarlo junto a la verdad.

Tengo copias de dos cartas suyas. Según me cuenta Lozano y según leo a su madre, Cristina Garayar, en viejos recortes,  se filtraron en portaviandas. En la primera pide a doña Cristina borrar su apellido a sus hijos, para no marcarlos con su tragedia. En la otra, dirigida al periodista Juan Ramírez Lazo, da a entender que hizo espionaje para el Perú y que confesó lo contrario tras ser torturado.

Los chilenos acusados de enrolarlo, incluido el embajador  Francisco Bulnes, fueron expulsados. ¡Vaya ironía nacional! Dejamos libres a los chilenos y matamos al peruano que podría ayudar a revertir el score de espionaje bilateral, tan desfavorable a nosotros. No sé, repito, si llegaremos a conocer la verdad, pero desclasificar el expediente de Julio Vargas Garayar  nos acercaría a ella.

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