Antes de que la pandemia mandara al diablo nuestras vidas, los periodistas nos reuníamos cada 1 de octubre para recordar nuestras historias, casi siempre con algo más de ají para que no se parezcan a las que contamos el año anterior. También para rajar del personaje de turno y reconocer, con cierta vergüenza, una que otra culpa.
Pero había dos cosas que nunca faltaban: quejarnos de lo mal que nos trataba el oficio y reírnos, siempre reírnos.
Cuando el COVID-19 llegó al país, en El Comercio acabábamos de estrenar casa nueva. Las comodidades del edificio de Santa Catalina, sus espacios abiertos, sus largos pasadizos, aún no los habíamos hecho nuestros. Nuestra normalidad seguía siendo el entrañable edificio del jirón Miró Quesada, ese palacete viejo y majestuoso que nos hacía sentir orgullosos cuando cruzábamos sus puertas luego de llegar de alguna comisión.
En nuestras conversaciones aún se colaban las imágenes del hall principal, la avasallante Rotonda y su acústica imposible o la vieja sala de redacción, que el terremoto de Pisco zamaqueó sin clemencia y donde hace 11 años el querido Joaquín Lavado, Quino, enmudeció con su generosidad a decenas de periodistas que no tuvieron vergüenza en reclamarle un autógrafo.
Hoy la redacción de Santa Catalina está semivacía, pero vive. Diría que está más viva que nunca. Nuestra nueva normalidad ha adoptado varios nombres –zoom, VPN, grupos de whatsapp, mesa de ayuda-, salimos a la calle como astronautas y aunque nos escuchamos y –si la conexión lo permite- nos vemos, añoramos volver a abrazarnos.
La vida nos ha puesto un enorme reto, más difícil que cualquiera que hubiéramos podido imaginar. Pero acá estamos, con ganas de seguir en la lucha. Haciendo periodismo. Siguiendo la ruta de quienes nos antecedieron: servir al país.