Alonso Cueto

Un escritor está siempre atento a cualquier experiencia que le sirva para imaginar una historia. Hay episodios frecuentes en nuestra vida cotidiana que podrían ser puntos de partida de relatos o novelas. Encuentros con alguien a quien no veíamos en mucho tiempo, llamadas telefónicas extrañas o equivocadas, noticias policiales en el periódico.

Me encuentro en la cola del banco. Llego a la ventanilla con algunos trámites que hacer. Me quedo haciendo las gestiones y en vista de mis limitaciones, gasto más tiempo del necesario. Volteo hacia el señor que está a mis espaldas. Le pido disculpas por mi demora. Me dice que no me preocupe. Y luego añade una razón convincente:

Me he peleado con mi mujer esta mañana. Y mientras más tarde en volver a mi casa, mejor. Así que me viene muy bien que usted se demore.”

De pronto me encuentro conversando con él. En algún momento me informa que tiene una casa en Huacho. “A lo mejor me voy para allá”, me dice. “Así no tengo que volver donde mi mujer.”

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El asunto quedó allí y sin embargo pienso cómo hubiera sido si me sirviera para contar una historia. Pienso que si escribiera un relato basado en esta experiencia, el hombre habría terminado invitándome a su casa en Huacho. Como yo no tenía otra cosa mejor que hacer, habría aceptado. Estaría esa misma noche cenando en Huacho con ese tipo impredecible. ¿Qué podría pasar después?

Los gérmenes de una experiencia nos hacen una promesa a los escritores. Pero la historia final es lo que cuenta. Llego a una planta de automóviles, para hacer el mantenimiento de mi auto. Como lo voy a dejar allí, el funcionario encargado me pregunta si tengo algo de valor en la guantera. Le digo que no. A partir de entonces todo bien.

Pero pienso en lo que hubiera ocurrido si un hombre de mucho dinero, dejaba el auto en una planta para un mantenimiento. El mecánico que revisara el vehículo podría haber encontrado una carta de amor clandestina, el documento que prueba un desfalco o una foto comprometedora. Supongamos que el mecánico se la hubiera guardado. Poco después es despedido de la planta por un recorte de personal. Está sin trabajo y sin perspectivas, pero tiene la prueba de un delito que le dejó el cliente que sabe es muy solvente. Duda mucho. Luego lo llama por teléfono. ¿Tiene futuro una historia así? Depende del escritor que seamos. Lo peor son los lugares comunes y las rutas previsibles.

Los gérmenes de una historia no tienen que ser tan evidentes. En uno de sus diarios Henry James contó que el origen de una de sus obras maestras (“La Bestia en la Jungla”) fue apenas la mirada de un hombre mientras pasaba cerca. Al referirse al germen de “Otra vuelta de tuerca”, James hablaba de una anécdota que no recordaba bien, contada por el Arzobispo de Canterbury.

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Una escritora aún más solitaria que James (lo que ya es decir), Emily Dickinson, desarrollaba sus historias a partir de sensaciones profundas, procesadas en la soledad de su habitación. Se afirma que una de ellas fue la profunda culpa que le produjo haberse sentido atraída por un hombre casado que visitaba la casa. Nadie se enteró en vida de ella.

Aprovechar las historias que la realidad nos ofrece. Preservar la vida que nos prometen. Que los personajes sigan respirando y que podamos verlos y oírlos. Nada más difícil, hermoso y necesario.

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