JORGE PAREDES LAOS
Existen artistas cuya vida está íntimamente ligada a su obra. Una de ellas es Frida Kahlo (1907-1954). La pintora mexicana que transformó su trágica existencia –signada por la enfermedad y la fatalidad– en una continua obra de arte, en una especie de performance dolorosa y apasionada que la ha convertido en uno de los íconos de la cultura mexicana del siglo XX.
DOS TRAGEDIASNacida en 1907, en Coyoacán, en el Distrito Federal (aunque ella siempre aseguró que su nacimiento fue en 1910, el año de la Revolución Mexicana), dos hechos trágicos marcaron su biografía: la poliomielitis que la atacó a los 6 años y el fatal accidente de autobús que la dejó al borde la muerte, a los 18 años, cuando volvía de la preparatoria a su casa.
A causa de la enfermedad se le deformaron la pierna y el pie derechos, y debido al accidente su cuerpo quedó quebrado. Terminó con una herida penetrante en la cavidad abdominal, con fracturas en el codo, la columna vertebral, la pelvis, la pierna y el pie derechos. Pasó en cama tres meses y un año después volvió a ser internada por sus frecuentes dolores en la columna.
Desde entonces, los tratamientos, las operaciones, los ingresos a los hospitales, las visitas a los médicos, los reposos, serían una constante hasta el final de sus días.
Corset que perteneció a Frida Kahlo y se expuso en la muestra “Las Apariencias Engañan: los vestidos de Frida Kahlo”. (Fotos: AP)
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LOS AUTORRETRATOSCríticos y biógrafos coinciden en que su apasionado arte, surgido desde las mimas entrañas del dolor, no era otra cosa que un intento por recuperar ese cuerpo perdido.
La historiadora del arte Andrea Kettenmann relata que Frida, echada en su cama y presa en su corsé de yeso, empezó a retratarse a sí misma, con la caja de pinturas al óleo que tomó prestada de su padre. Esta autora cita a la propia Kahlo, que cuenta: “Me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco”.
No es casualidad que la tercera parte de la obra de Frida esté compuesta por autorretratos. El médico y escritor Mauricio Ortiz, en el libro que presenta su frondoso legado fotográfico (“Frida Kahlo. Sus fotos”) dice: “El espacio más visible en el que Frida elabora y reelabora las roturas de su cuerpo es, por supuesto, su pintura, que puede describirse toda ella como un gran autorretrato, un autorretrato total, múltiple, desaforado; ahí en el lienzo están, de manera prominente, la columna rota, la cama de hospital, la pelvis, la escayola y las vendas, las agujas, el corsé de acero, las úlceras tróficas… Pero hay también otros espacios donde Frida practica la recomposición de su cuerpo en tanto concurre la pintura: el espacio de una sexualidad inquieta y nada convencional”.
Autorretrato dedicado a Trotsky. Año 1937. (Fotos: AP)
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EL NIÑO AMADOSexualidad expresada sobre todo en esa relación apasionada, no exenta de infidelidades ni de peleas, que mantuvo con Diego Rivera, quien era veintiún años mayor que ella. Frida lo adoraba no solo como pareja sino como el hijo que buscó y jamás pudo tener. En sus “Diarios” se refiere a él como “su niño”.
En un pasaje, escribe con devoción: “Diego. principio / Diego. constructor /Diego. mi niño /Diego. mi novio / Diego. pintor / Diego. mi amante [...] Diego. mi padre / Diego. mi madre / Diego, mi hijo”.
Así era Frida. Todo en ella se ha convertido ahora en objeto de culto: su casa paterna, convertida en museo (la Casa Azul), sus decenas de autorretratos, sus miles de fotografías, documentos, cartas, manuscritos y diarios.
El rastro de una época (la mitad del siglo XX), que perfila el martirologio artístico de esta diosa terrenal que, vestida de india mexicana, ingresó al santoral del arte latinoamericano.