Raspón en la rodilla casi cuesta la vida a niña en Venezuela
Raspón en la rodilla casi cuesta la vida a niña en Venezuela

Era apenas un caso de raspón en la rodilla en una familia de . Y los padres de Ashley Pacheco, de tres años, hicieron lo que hace todo progenitor: le dieron un abrazo, le limpiaron la herida dos veces con alcohol y pensaron que estaba todo resuelto.


Dos semanas después, la niña se retorcía de dolor en la cama de un hospital. Le costaba respirar e imploraba a sus padres que le llevasen agua.

La madre se quedó con ella día y noche en el hospital. Se aseguraba de que tuviese el estómago vacío en caso de que pudiese adelantarse a cientos de pacientes para ser operada de urgencia en una de las pocas salas de operaciones que funcionan en el hospital.

Su padre buscó antibióticos por toda Caracas para combatir la infección. No tenían idea de lo mucho que iban a empeorar las cosas.

La vida en Venezuela puede ser peligrosa para la gente sana y resultar directamente mortal para quienes se enferman.

Una de cada tres personas admitidas en hospitales administrados por el Ministerio de Salud el año pasado falleció, según informes del gobierno. La cantidad de camas usables en los hospitales mermó un 40% en relación con el 2014. Y a medida que la economía se deteriora, escasean el 85% de las medicinas, de acuerdo con la asociación nacional de farmacias.

(Foto: AP)

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Con tan poco margen de error, el menor tropiezo, como cuando la niña se cayó persiguiendo a su hermano, puede generar situaciones de vida o muerte.

Los padres de Ashley estaban decididos a aislarla del caos que azota al país. Ante el deterioro de la educación pública, la enviaron a un jardín de infantes privado, católico.

A medida que aumentaba la escasez de alimentos, se aseguraron de que ingería proteínas con cada comida. Cuando el agua de los grifos comenzó a oler mal, empezaron a hervirla antes de sus baños diarios.

Pero una semana después de la caída en que se lastimó la rodilla, Ashley empezó a afiebrarse.

En la clínica local los médicos le dijeron que pronto se repondría. La fiebre, no obstante, siguió subiendo y la rodilla se le hinchó. Maykol y Oriana Pacheco la subieron entonces en su motocicleta, la acomodaron entre los dos y se pusieron a buscar un hospital que se tomase su caso más en serio.

Fueron primero al hospital público de niños más cerca de su casa, que había registrado una ola de intoxicaciones. Al aumentar la escasez, los padres le dan a sus hijos medicinas caseras y comidas como yuca amarga que pueden resultar tóxicas si no se preparan debidamente. Al no disponer de medicinas, a veces no es mucho lo que pueden hacer los médicos para evitar la muerte de los menores. No había medicinas para Ashley.



La familia fue entonces al principal hospital pediátrico de la ciudad.

Allí se sentía el olor a incienso religioso en salones con niños con ojos lechosos y cabezas hinchadas. Los médicos esperaban que los padres llevasen un catéter para extraer fluidos extras de los cerebros de sus hijos. No había camas para Ashley.

La niñita se sentía cada vez más caliente y los padres se encaminaron al hospital más grande de la ciudad. En la sala de emergencia había hombres tirados en el suelo casi desnudos, vías intravenosas que colgaban de palor. No había espacio para una niña de tres años enferma.

A la mañana siguiente la pequeña tenía 39 grados. Su padre se sentía cada vez más desesperado. Sin más opciones, enfiló hacia el Hospital Universitario, que supo ser uno de los mejores hospitales de Sudamérica pero últimamente era más conocido por las pandillas que irrumpen violentamente en las salas de operación y los robos en las escaleras.

Llegaron al mediodía de un sábado. Ashley tenía la pierna izquierda hinchada desde los dedos hasta el extremo superior del muslo.

La llevaron de inmediato a la sala de emergencia.

Sin materiales y con mala infraestructura

En el hospital de Ashely, el personal de limpieza a veces se queda sin detergente para limpiar los pisos. Por el edificio caminaban perros callejeros y había cucarachas en las paredes. El agua de los baños a veces salía negra.

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Y en la sala de traumas, el lavadero estaba roto, no había jabón y la caja para guantes estériles estaba vacía. De todos modos, en un hospital tan repleto de gente que las mujeres parturientas tenían que esperar en sillas porque no había camas suficientes, los padres de Ashley se sentían afortunados de que la niña hubiese sido admitida.

Los médicos le diagnosticaron una infección estafilocócica. La bacteria había penetrado su tejido cerca de la rodilla y se metía en la coyuntura.

Le instalaron una línea intravenosa con una de las últimas partidas de vancomicina, un antibiótico muy usado. Anonadado, Maykol vio cómo se movía hacia arriba y hacia abajo la línea de un monitor del corazón de Ashley. 

Al caer la noche el estado de Ashley empeoró.

Los médicos sospechaban que la bacteria había llegado a los pulmones y abierto un agujero. Pero la última máquina de rayos X del hospital había dejado de funcionar el mes previo. La única forma de saberlo por seguro era llevarla a una clínica privada, donde el examen le costaría a la familia el equivalente a una semana de sueldos.

Dos médicos los acompañaron en una ambulancia, listos para bombear aire manualmente a los pulmones de Ashley si sufría un paro respiratorio.

Los rayos X confirmaron lo que se temía: el pulmón derecho de Ashley había colapsado. Con cada bocanada, el aire se filtraba al pecho y ponía presión sobre el corazón.

De vuelta en el hospital, parecía que Ashley se ahogaba. Los médicos buscaron el aparato que podía salvarla, una máquina de drenaje Pleur-Evac que en Estados Unidos cuesta 100 dólares. El hospital tenía unas pocas, pero estaban bajo llave en la oficina del director. Como ocurre en todos los hospitales del país, el Universitario había sufrido numerosos robos, a veces por parte de los propios empleados, y los escasos artículos médicos se cotizaban mucho de contrabando.

Los médicos de la sala de emergencia se las ingeniaron con un viejo truco.

Al anochecer, le insertaron a la pequeña una gran aguja en el pecho y el aire salió zumbando. Normalmente, los médicos insertan una válvula de un solo sentido, pero en ese momento no había ninguna. Sin embargo, poco a poco, la respiración de Ashley se fue haciendo menos agitada.

Poco después, los médicos llamaron a los padres a una sala y les dijeron que ya casi no tenían el antibiótico intravenoso. Y que sin la máquina de drenaje, Ashley no duraría más de 24 horas.

En la sala de espera se reunieron con hermanos, abuelos, tíos y primos. Todos empezaron a hacer llamadas a ver si encontraban alguien con esos artículos médicos un sábado a la noche.

Pasada la medianoche, un amigo de la familia encontró un médico de una clínica privada que aceptó donar un pleur-vac. La hermana de Oriana fue a la clínica por calles vacías a la una y media de la mañana, bien pasada la hora de un toque de queda extraoficial en esta ciudad plagada de delitos.

Llena de tubos y cables, Ashley parecía un caso desesperado. Su pierna estaba tan hinchada que tenía el diámetro de un plato. Estaba totalmente morada.

El médico le dijo a los padres que si no frenaban la infección, posiblemente tendrían que amputar.

Maykol se sumó así a miles de venezolanos que corren contra un reloj personal tratando de salvar a sus seres queridos. Hizo colas durante horas en farmacias para ver si tenían lo que necesitaba el médico: solución salina, anticoagulantes, soluciones electrolíticas, pañales, bolsa de intravenosas, alcohol, sábanas, agua embotellada. No pudo conseguir jabón, por lo que compró shampoo.

El antibiótico vancomicina fue el más difícil de conseguir. Los médicos escribieron recetas en el reverso de estados de cuentas y de facturas de hospitales porque no había papel.

(Foto: AP)

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Maykol escuchó que un hospital público del otro lado de la ciudad podría tener esa medicina. Al llegar, la unidad pediátrica se había inundado. Caminó con el agua hasta las canillas para hacer la gestión ante el farmaceuta, pero no tuvo suerte.

Con los jeans mojados, fue a otro hospital. Tampoco allí había nada. Pero cuando se iba, un hombre con un delantal blanco lo llamó y sacó tres frasquitos de su bolsillo. Maykol los envolvió en la receta y se encaminó al Hospital Universitario, temeroso de que la policía lo detuviese y lo acusase de traficar medicinas.

La pierna de su hija estaba cada vez más caliente y la piel se veía oscura y brillosa. Sabía que cuando una extremidad se pone negra, hay que darla por perdida.

Además de la medicina, Ashley ahora debía ser operada para drenar su rodilla infectada. Pocas de las 27 salas de operaciones del hospital funcionaban a pleno y había 150 niños en la lista de espera.

Ashley debía tener el estómago vacío para poder ser intervenida. Se había pasado dos días pidiendo comida y agua. El martes por la mañana imploraba que le diesen a beber agua de la solución salina que le inyectaban en el brazo.

Maykol estaba montado en su motocicleta cuando le dijeron que a Ashley le habían reservado un turno para ser operada.

Un tablero sobre la mesa de operaciones listaba las cosas que no había ese día: tubos para endoscopias, gazas, guantes, mascarillas y delantales.

Dos internos esterilizaron una aguja que ya había sido usada y le inyectaron la antestesia a Ashley. Les tomó media hora limpiar y drenar la rodilla. Se habían hecho expertos en ese procedimiento durante el verano, ya que había aumentado la cantidad de niños con complicaciones derivadas de lesiones menores. El único rasgo distintivo de Ashley era lo bien alimentada que parecía, tan saludable que podía salvarse.

La familia festejó una semana después cuando Ashley pudo respirar sin la máscara de oxígeno. La fiebre estaba por debajo de los 38 grados. Con un poco de suerte, pronto podría bailar de nuevo en su cama viendo videos musicales.

Al día siguiente, sin embargo, la fiebre había subido inexplicablemente a 39 grados. Hacia el fin de semana, se la veía temblorosa debajo de sus sábanas de Dora la Exploradora, sudando, con 41 grados.

Y Oriana notó algo nuevo: manchas rojas en su piel todavía hinchada.

El médico se sintió profundamente decepcionado al reconocer síntomas típicos de una infección cardíaca. No habían conseguido suficientes antibióticos como para asegurarse de que el estafilococo no seguía esparciéndose silenciosamente. Frustrado, el médico se acordó de las experiencias vividas en los dos meses que pasó trabajando con grupos de ayuda en Sierra Leone, donde al menos tenía lo más básico para tratar pacientes.

Una infección cardíaca es algo tan inusual en un menor que nadie pensó en alertar sobre esa posibilidad a la familia de Ashley. 

El doctor dijo que necesitaría más vancomicina, tres dosis diarias por seis semanas, sin interrupción, para contener la infección sin que arruine el corazón o llegue al cerebro.

Los padres de la niña agotaron el crédito de sus tarjetas y pidieron prestado todo lo que pudieron a sus familiares. Comían una sola vez al día y vendieron su refrigeradora, su televisor, el teléfono celular de Oriana y la Play Station de los niños.

El médico convenció a la madre de un paciente dado de alta de que le donase la vancomicina que le quedaba y consiguió algunos tubitos más de un paciente de cuidados intensivos. Encontró la medicina en Amazon.com, pero en un país con severos controles de divisas, ni él ni su familia podían pagarlo.

Otros cinco niños murieron en agosto en el pabellón de cirugía pediátrica por falta de antibióticos. Maykol recorrió la ciudad y llegó a sentir que no había medicina por ningún lado.

Finalmente, a mediados de agosto, casi un mes después de ser hospitalizada de nuevo, la fiebre cedió. Ashley sonrió nerviosa cuando un técnico le dejó escuchar el latido de su corazón durante un ecocardiograma. Pero Oriana se preocupó al ver que el técnico analizaba una y otra vez un mismo sector. Daba la impresión de que algo no estaba bien.

La bacteria había cedido, pero el corazón de Ashley tenía cicatrices y era previsible que con el tiempo su válvula tricúspide empezase a fallar y tuviese que ser reemplazada. Agotada, la madre decidió tomarse un rato para pensar qué hacer.

Ante la escasez de materiales y medicinas en el hospital, Maykol llevó consigo muestras de sangre de Ashley y empezó a buscar clínicas en condiciones de hacer exámenes básicos. Alarmado por la posibilidad de que Ashley sufriese nuevas infecciones en el hospital, quería llevarla a su casa lo antes posible.

Una tarde, Ashley sorprendió a su padre. "Vamos papi", le dijo Maykol, quien la tomó de la mano como cuando era bebita y comenzaron a caminar hacia el balcón, concentrados. Ella arrastraba su pierna izquierda y daba pasos cortos. Todos en la habitación observaban.

Ashley se paró un tanto inestable en el balcón y levantó los brazos en señal de victoria.

El día antes de que Ashley debía ser dada de alta, Oriana salió del noveno piso por primera vez en dos semanas. La piel de Ashley lucía amarillenta y había perdido tanto peso que tenía que levantarse los leggings cada tanto.

Los médicos no querían darla de alta hasta que no se sometiese a un ultrasonido para ver cómo estaba la pierna. Oriana trató de conseguir turno en un hospital público donde todavía funcionaba esa máquina.

Cuando finalmente la recibieron, le dijeron que el primer turno disponible era en noviembre, dentro de dos meses. Oriana hizo un gesto de desazón. "Esto es una locura", dijo en voz baja.

Al regresar, una nueva doctora le dio más malas noticias. Ashley tenía un hongo en los pulmones. Necesitaba una medicina que ya no se conseguía en Venezuela y debería permanecer hospitalizada mientras los médicos veían qué podían hacer.

"¿Qué me quiere decir con eso de que necesita medicinas que no se pueden conseguir aquí?", le gritó el padre de la niña. "Al menos deme el nombre, así puedo buscarla. No me diga que la necesita y que no existe".

Maykol pasó varios días buscando fundaciones internacionales y formas de importar la medicina. Tal vez podía hacer llenar una receta médica en Miami, aunque costaría más del sueldo de un mes.

Al final, la ayuda llegó de la habitación contigua. La madre del niño con una infección pulmonar donó la medicina para Ashley. Su hijo había muerto.

A fines de setiembre, dos meses después de que fue internada por primera vez, el médico dijo que Ashley ya no tenía infección alguna.

Cuando fue dada de alta, salió renqueando del hospital, con un globo en la mano y un casco de motocicleta para menores para el viaje a su casa. Residentes y enfermeras gritaron alborozados al ver partir a la familia.

No les decían "adiós", sino "buena suerte".

Fuente: AP

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